Por mucho que nos lo adviertan la arqueología y la literatura, nuestra tendencia natural es pensar que hay cosas que duran para siempre; nos parecen tan lógicas y necesarias que ni siquiera concebimos la posibilidad de que no vayan a estar. Aferrarse a lo que algún día se irá, el empecinamiento en rechazar que cayeron en el olvido construcciones orgullosas de piedra y los imperios que las edificaron y se decían eternos es algo que nos define como seres humanos. Nos aturde el paso ligero del tiempo y queremos que al menos a algo no le afecte y lo venza.

En mi imaginario infantil y preadolescente ese espacio inmutable lo ocupan los quioscos. En el desierto previsible de la cotidianeidad eran oasis de chucherías, tebeos y revistas, tres de las razones por las que merecía la pena tener de ocho a dieciocho años en la España de los ochenta. Era una tentación permitida una o pocas veces en semana asomarse al mostrador de colores infinitos con los paquetes de chicles (esas bombas de azúcar que eran los Cheiw, los Bang Bang y los Bazooka con su minicómic dentro), de pipas, de kikos, de gusanitos (por entonces, una novedad que a nuestros padres les provocaba algo de rechazo por el nombre y la forma), los altramuces, los Peta Zetas, los Pictolín, los Sugus, el regaliz rojo y negro, los Flash Golosina en verano: fascinación especial tenía por los «sobres sorpresa», una ingeniosa forma que tenían las distribuidoras de reciclar material antiguo que consistía en introducir de modo aleatorio en un sobre marrón tamaño folio varios tebeos antiguos, dos o tres muñecos de plástico y algunas chuches con fecha de caducidad casi infinita. Era como abrir el baúl de unos recuerdos que no me pertenecían y que, sin embargo, alguien me enviaba desde el país del pasado.

Y los tebeos. Auténtica obsesión de mis hermanos y mía, a la que prometo dedicar uno o varios artículos. Leerlos, releerlos, coleccionarlos, volverlos a releer. La editorial Bruguera tenía revistas y personajes alucinantes como aquellos dos cuervos de contracubierta cuyas aventuras se titulaban «Cuervo loco, pica, pero pica poco», y luego tantos y tan buenos: Anacleto, Agamenón, sir Tim O´Theo, Mortadelo y Filemón, las hermanas Gilda, la familia Cebolleta. Más adelante llegó Marvel con Namor, Thor, la Patrulla X (sí, los X Men de ahora), los Vengadores y Estrella Plateada.

Si las chuches y los tebeos me acompañaron muchos años, las revistas me comenzaron a interesar más adelante, en especial un tipo de ellas que describe muy bien Siniestro Total en la canción La revista: «Me acerco hasta el quiosco, / escojo la revista, / me ponen cara extraña, / me voy corriendo a casa, / la llevo bien cogida / para que no se caiga». Y es que en aquellos tiempos eran una mercancía preciada y clandestina, además de ser un auténtico reto que te la dieran. Más de una vez te la negaban y más de dos hacías excursiones a quioscos lejos de tu casa para que no te reconocieran.

Hoy en día, quedan pocos quioscos. Han ido desapareciendo de la escena urbana del mismo modo que aparecieron, de forma discreta y sin molestar. Los escasos que aún veo que funcionan se afanan en resistir de modo numantino a las nuevas corrientes y formas de ocio, que caben todas en ese rectángulo llamado móvil que nos agacha el cuello por la calle. Imagino que algunos permanecerán y es posible que esas licencias de ocupación del espacio público se conviertan en otro tipo de negocio, como las piedras del teatro romano que usaron los musulmanes para edificar la Alcazaba.

Como homenaje a todos ellos y por destacar uno, el quiosco de doña Mariquilla, que estaba en una esquina de la torre de pisos de la plaza de Basconia. Lo regentaba una mujer mayor y no era de los más provistos ni floridos, sin dejar de tener un encanto especial. Cuando recuerdo mis visitas a él en busca de chuches y de bolsas de soldaditos de plástico, viajo en el tiempo y, no sé por qué, al verano, y veo una ciudad con pocos coches y el sonido de las televisiones retumbando en las calles. Aún quedaba para que llegase el aire acondicionado y cerráramos las puertas.