De noche, bajo la hermosa luna llena de agosto, un joven médico residente me cuenta que en la última guardia que hizo en el hospital vio entrar tres heridos de bala. Para alguien que viva en México o en Caracas o en Ciudad del Cabo, tres heridos de bala en una noche significan una noche inusualmente tranquila. Para nosotros, en cambio, son un indicio de una violencia creciente a lo que no estamos acostumbrados. Por lo demás, este joven médico residente, que acaba de ganar las oposiciones del MIR, sabe que va a vivir mucho peor que su padre, también médico. Lo mire como lo mire, tendrá que hacer un trabajo más sacrificado y peor pagado, y en condiciones mucho menos gratificantes.

Mientras hablamos de todo esto, pienso en la noticia que he leído sobre los repartidores de Glovo que deben trabajar 60 o 70 horas semanales, y pagándose sus cuotas de falso autónomo, para que su trabajo (agotador) les resulte rentable. Es evidente que el trabajo por cuenta ajena se está degradando a unos límites que nadie había imaginado hace diez o quince años. Y para empeorar las cosas, algunos grandes centros comerciales con miles de empleados que aún conservan sus derechos laborales tienen graves problemas para competir con Amazon, ese otro modelo de economía semi-salvaje. ¡Bing!, suena el móvil del médico mientras conversamos bajo la última luna llena del verano. El médico lo mira y me enseña en el móvil la filmación de una lancha cargada de inmigrantes ilegales que desembarca en una playa atestada de veraneantes, en algún lugar de la costa andaluza. Los gestos de sorpresa de esos bañistas se parecen mucho a los gestos que he visto en el médico cuando me hablaba de su última guardia con los heridos de bala.

Los sociólogos se preguntan cada día qué demonios les está pasando a los ciudadanos europeos, pero la respuesta está tan a la vista de todo el mundo que nadie parece verla. Todos estos hechos que suceden al mismo tiempo -el empeoramiento del nivel de vida, la inquietante impresión de estar entrando en un nuevo mundo lleno de inseguridades y amenazas- nos hacen creer que se está viniendo abajo un mundo que creíamos justo y seguro, o que al menos nos permitía tener esperanzas razonables de que algún día nos iba a ofrecer justicia y seguridad. Y eso nos resulta muy difícil de asimilar. Pero ahora mismo, en 2018, nuestro maltrecho Estado del Bienestar se las ve y se las desea para taponar los cientos de frentes que tiene abiertos -la gestión efectiva de los recursos, la atención a los más débiles y muchos más-, de modo que la confianza de la gente de a pie en las instituciones se va desvaneciendo día a día. En Mallorca, además, hay que contar con la sensación de asfixia que sienten los habitantes de una isla invadida por el turismo de una forma que parece ya mucho más destructiva que rentable.

En estas circunstancias, muchos ciudadanos se sienten confusos, inseguros y atemorizados. No saben si van a poder tener un trabajo medianamente rentable, no saben si van a cobrar una pensión en el remoto caso de que algún día puedan jubilarse, y no saben tampoco en qué clase de país van a vivir, si en un país seguro y tranquilo o en otro caótico o ingobernable. Y la reacción de muchos de estos ciudadanos asustados y desconfiados es encerrarse en una especie de repliegue tribal: volver al núcleo tranquilizador de las viejas tradiciones y de los viejos clanes homogéneos en los que todos nos conocemos y todos sentimos lo mismo. Trump, el Brexit, el independentismo catalán, la Italia pre-fascista de Salvini, la extrema derecha rampante en la Europa del Este: todos estos movimientos políticos surgen del mismo estado de ánimo de desconcierto social y de angustia por el futuro. Y da miedo pensar hacia dónde nos lleva todo esto.