Encerrad a Willy Toledo, por favor, que se ha negado por dos veces a ir a declarar ante un tribunal acusado de un delito que no existe, el de blasfemia, a instancias de una chiripitifláutica asociación de abogados cristianos cuyos miembros debían estar rezando el rosario el día que se impartió la materia "pederastia" en la carrera de leyes, porque en esa brega ni están ni se les espera. Enchironad a Willy, a poder ser en el penal de Brieva, donde Iñaki Urdangarin se siente muy solo purgando pecados que sí son de este mundo. Qué conversaciones tan buenas tendrían ambos sobre la monarquía y la república, y Corinna. En la España de Pedro Sánchez, que se parece misteriosamente a la España de Mariano Rajoy, el juzgado que admitió a trámite la demanda por juramento, que podría hacerse extensible a todos los miembros de mi familia cada vez que nuestro equipo falla un gol, está buscando a Willy y quiere que le detengan. Años atrás, las abuelas nos amenazaban con lavarnos la boca con jabón por pronunciar el nombre de Dios en vano. Ahora se pone en marcha toda la maquinaria del Estado, un dineral, para arrestar a un tipo que se expresa con vehemencia. Nuestras abuelas, que sabían lo que cuesta ganarlo, habrían archivado el requerimiento de unos señores con demasiado tiempo libre contra un actor que ejerce como pocos uno de los cometidos esenciales de su oficio, la provocación. Si no fuese porque el procedimiento sigue su curso, ya ni nos acordaríamos de que Willy Toledo lanzó un exabrupto hace un año en defensa de unas mujeres feministas denunciadas a su vez por escenificar otro exabrupto. Tal vez se pueda emplear nuestro derecho al olvido de los comentarios de Willy Toledo como argumento de defensa que frene esta sinrazón. Dios, en su infinita misericordia, ya le habrá perdonado. Que algo tan nimio acabe con un actor en la trena, y nosotros pagando su manutención es un disparate.

Para castigo, liberad a Willy y que se vea obligado a seguir buscándose la vida en el proceloso mundo de la interpretación.

Porque, en efecto, cuesta mucho rodar una película en este país. Que se lo digan a la directora bilbaína Arantxa Echevarría, autora de Carmen y Lola, una cinta que narra la historia de dos adolescentes gitanas lesbianas. El ruido armado por una asociación de gitanas feministas impidió que se estrenase la semana pasada en una muestra de cine y mujeres de Pamplona. Harta de soportar, dijo, "insultos, presiones y recriminaciones", la cineasta prefirió consensuar con el festival la retirada de su trabajo, uno de los que representó a España en Cannes.

Los argumentos de las censoras son marcianos, se refieren a la negativa a dejarles meter baza en una obra de ficción ajena, y demuestran la mayor ignorancia de lo que significa la libertad de creación. Se quejan de que Echevarría no quiso contrastar su guión con ellas, y aunque no han visto el filme aseguran que no les representa: "Somos el último modelo de muñeca hinchable", lamentan. La directora topó asimismo con otra iglesia, la evangélica, que torpedeó el rodaje incluso físicamente.

Con semejantes antecedentes llega mañana a los cines españoles. Un relato muy de estos tiempos en que cualquier cosa que digas puede ser utilizada en tu contra por particulares, asociaciones y religiones.