A la hora de comprender lo que sucede en Cataluña, quizá es necesario repetir obviedades. Por ejemplo: hay que fijarse en los hechos y alejarse, en la medida de lo posible, de los relatos que unos, otros y equidistantes transmiten a la opinión pública, a través de los medios de comunicación (con su complicidad, en muchos casos) y las redes sociales.

Si priorizáramos esto último y leyéramos lo que se cuenta en medios no independentistas (la mayoría), un señor de San Petersburgo que acabara de aterrizar aquí pensaría que en Cataluña hay un clima prebélico, en torno a una disputa por unos lazos amarillos y un Gobierno autonómico dispuesto a retomar la vía unilateral para proclamar la independencia catalana, en cuanto la situación lo permita. Si observáramos a los medios oficialistas catalanes ratificarían, sin duda, que el presidente vicario de la Generalitat, Quim Torra, está preparado para reemprender la vía Puigdemont en cualquier momento.

Pero, ¿qué nos dicen los hechos? Pues que, como cada año desde 2012, el independentismo celebrará una manifestación masiva (en la que, esta vez, además de la independencia, se pedirá el fin de la cárcel para los enjuiciados por el 1-O); y que, con dificultades, se ha restablecido la relación institucional entre el Gobierno de Pedro Sánchez y la Generalitat (que, pese a la retórica inflamada de Torra, reclama cosas más prosaicas, como la retirada de recursos del Ejecutivo central sobre leyes catalanas). Todo ello, mientras la desaceleración económica avanza (de manera más clara, en Cataluña). ¿Cuánto durará esta calma tensa, a pesar del anuncio apocalíptico de nuevas insurrecciones para este otoño? Hasta que llegue la sentencia contra los dirigentes independentistas en prisión. Todo lo demás, ruido y furia.