Suele suceder en este mundo que los seres humanos, enfrascados en las pequeñeces o cadenas montañosas de cada día, nos encerramos en nosotros sin mirar alrededor y si, por cualquier cosa alzamos la vista, lo hacemos para mirar ejemplos equivocados o, al menos, poco nutritivos para crecer como personas en lo que Stefan Zweig llamaría el camino del espíritu, tal vez el único importante (no me refiero a la religiosidad, allá cada uno). Hablo del interior de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y cómo ejemplos de vida de nuestros congéneres pueden ayudarnos a alcanzar la serenidad para afrontar nuestras respectivas existencias. Hoy, que todo es tan volátil y precario, en estos días en los que lo epidérmico es la moda, donde pocos profundizan en los temas y se pontifica desde Twitter, aportando soluciones simples a problemas muy complejos, es más necesario que nunca fijarse en ejemplos de dignidad como el de Antonio Machado, nuestro inmortal poeta, que mantuvo su coherencia ideológica hasta el final de la Guerra Civil, recorriendo en los últimos meses el Levante español junto a su madre para morir en aquellos días azules de Colliure. Asumió el exilio, él, que era el alma de la España más luminosa, aceptó, como ya hizo Sócrates miles de años antes, el martirio antes que la asunción acrítica de un régimen construido sobre un autoritarismo de corte fascista y un reguero de muertos. Lo mismo ocurrió con Miguel de Unamuno, que murió en el ostracismo y la soledad tras haber desafiado a las autoridades franquistas de primera hora, pese a haberlas apoyado inicialmente. El tercer ejemplo de dignidad y coherencia pese a todo sobre los que he reflexionado estos días a fondo es el del escritor que he citado antes, el austriaco Stefan Zweig, un hombre culto, de cuna judía que abrazó el pacifismo, junto a un reducido puñado de locos, cuando Europa, en quien veía la encarnación de los mayores logros humanos, decidió matarse entre 1914 y 1918 y, apenas veinte años después, retomó la senda de sangre y horror a lomos del corcel invicto conducido por el cabo austriaco. Criado en el ocaso de Imperio Austrohúngaro, en la férrea disciplina de la época, pronto abrazó el amor vienés por la alta cultura gracias a los eternos programas operísticos, teatrales y musicales, se imbuyó del espíritu de una época que moría, en la que la pequeña burguesía crecía segura, confiada en el progreso material y técnico de la vida, con una refinada y puritana moral, atado por el peso de la anquilosada tradición educativa del país, un corsé que asesinaba la imaginación de los jóvenes. Zweig estuvo muy influido en su primer poemario por Hugo von Hofmannsthal y Rainer Maria Rilke, y también siendo muy joven inició su carrera periodística en el Neue Freie Presse, en el que ocupaba un cargo de responsabilidad el catalizador del movimiento sionista internacional, Theodore Herzl. Zweig coqueteó con esta lucha, pero su apego inquebrantable a la libertad individual acabó por separarlo de ella. Creador de una inmensa obra compuesta por ensayos, poesía, novelas, teatro, biografías, óperas y obras de no ficción (tal vez las más conocidas sean Momentos estelares de la humanidad y El mundo de ayer -donde detalla de forma magistral todo esto que reseño-), pudo viajar mucho gracias a la acomodada posición económica de su familia. Londres, París, Italia, entre otros destinos, ampliaron sus horizontes vitales, literarios y humanísticos; muy influido por el pacifismo de Rolland, cuando se desataron las hostilidades en la Primera Guerra Mundial, abogó por un pacifismo humanista que plasmó en desgarrados artículos y ensayos. El periodo de entreguerras lo pasó en su casa de Salzburgo, donde conoció el éxito y mantuvo sus amistades con gigantes de la época. Luego, a medida que Hitler se acercaba al poder, y ya desde la cima del mismo, vio cómo su pueblo, el judío, una condición a la que no le había prestado una especial atención hasta entonces, era perseguido por la enorme maquinaria nazi y al exilio interior le siguió el real, el verdadero, en Londres, Estados Unidos (donde coincidió con su amigo Freud), entre otros destinos, y luego a Brasil y a su suicidio en 1942, junto a su mujer, malherido por la suerte de la eterna Europa y asqueado por la brutalidad del nazismo, la unión de su patria con Alemania y la apuesta por aquella guerra destructora de la civilización ilustrada que él había aprendido a amar. Un ejemplo de vida, un camino de dignidad, la vía del humanismo.