Vuelve la infancia en septiembre con sus lápices, entonces Alpino, para dibujar el futuro familiar de la casa, el árbol, la montaña y en ángulo alto el sol que siempre tiene el naranja despeinado del verano. No faltaban junto a sus cajas de seis, doce y veinticuatro colores afilados en cumbre, las gomas Milan 430 con aroma a nata. Ni tampoco el lápiz de las primeras caligrafías con el que aprender a vestir de palabra la silueta de vocales y consonantes; a trazar los números con pie de bailarina sumando alas, restándose ganancias y dividiendo entre ellos un reparto solidario. Un ajuar con olor a nuevo que se completaba, acorde a la exigencia de las edades, con los libros ordenados por días, el uniforme en algunos casos, y la cartera escolar. De plástico coloreado con cremallera y posteriormente de cuero natural con cierre metálico. No sabíamos en esos inicios que en realidad eran las mochilas para el primer camino de nuestra vida en disciplina hacia un destino. Primero de la mano, después seguidos sin saberlo por ángeles custodios, más tarde solos en la independencia de su del trayecto y finalmente libres en la tentación de perdernos por las esquinas del horizonte, que en los chicos casi siempre encallaban en los billares. En aquellas carteras sin ruedas ni media biblioteca académica, como se transporta ahora, se llevaban las notas de los padres, un bocadillo o una pieza de fruta a consumir en el recreo, algunos cuadernos y el estuche, y lo mismo servían de paraguas improvisados contra la lluvia que de perfectos postes para las poterías del fútbol en las placetas de tierra de los barrios, cuando la calle era el campo donde casi todo podía jugarse desde la infancia hasta el final de la adolescencia.

Nada faltaba en la uniformidad de aquella educación en tarima, pupitres compartidos en fila, en los patios escolares con los corros de amigos y de adversarios aprendiendo a crecer en la pugna. A conversar las negociación o a pelearla con la mejor dignidad posible frente a la robustez de los mayores o entre las niñas el desprecio de las que habían dejado atrás la goma, el quema y la rayuela. De todo había en aquel tiempo educativo de reglazos secos en la palma de la mano o en la punta de las yemas; de tirones de oreja o de la coleta entre dogmas religiosos y políticos; la misa de los viernes; la cicatriz de tiza en los dedos; los mapas de cartón en los que algunos maestros avivan nuestra imaginación de navegar la aventura; los obligatorios monólogos en pie de latín y griego -me gustaba el aoristo declinado que de niño convertí en el nombre de un marino errante, con una rosa tatuada en el alma de la mano -. Rebelde Viriato en latín contra Roma, destacaba Ulises en Literatura, Historia y en la lengua griega que mi amiga poeta Aurora Luque, junto con otros docentes de clásicas, defiende en honor frente a su retirada de los planes de estudio reivindicando la raíz, la belleza, la mitología y ecos de una lengua que representa el modelo humanista de nuestra educación. Y el lenguaje con el que el mar nos ha narrado siempre la filosofía, la épica de la conquista y la conciencia cultural de lo que somos.

Mucho ha cambiado septiembre. Su luz sigue despejando el calor de los paisajes, y embelleciendo de más serenidad la amplitud del azul y sus playas. Para pocos es ya septiembre el pájaro del verano despidiéndose en un coche cargado de maletas entre el olor a membrillo en el aire y los primeros ocres extendiéndose como venas de una enfermedad repentina en las hojas de los árboles. Ni son la promesa adolescente de cruzarse confidencias y sucesos en sobres sellados y abrochadas con un beso del que enseguida se marchitaba el deseo de llevárselo a los labios. Las lluvias lo transforman todo. Igual que los programas televisivos, las redes sociales y los móviles en cuya pantalla sucede la vida, sus peligros, sus ficciones, representan una errónea enseñanza que sólo exige yemas ágiles, el mundo fragmentado en imágenes veloces, comunicación sin horizontes y tiempo real sin interés en lo reflexivo. Una enseñanza poco académica, de escasa huella para la sensibilidad, aptitudes y actitudes de los escolares. Me parece estupendo que en Francia cautiven los móviles para enseñar la disciplina de atender y que no hay mejor wifi que el recreo con los compañeros. Un intento por acercarles de nuevo -habría que hacerlo también con el alumnado adolescente- al significado de la escalera del conocimiento que tiene sus peldaños en la curiosidad, la seducción, la educación y la pasión. Subirlos supone un esfuerzo pero también adquirir confianza en uno mismo en el desarrollo de su libertad y en la competitividad con la que la comunidad humana ha exigido siempre el progreso económico y personal. Cuestiones que desde hace décadas mantienen de boquilla la sociedad más interesada en el fondo, según el barómetro del CIS del pasado año, en la economía, la sanidad, el paro y la corrupción. Sin dejar en saco roto que un alto porcentaje de alumnos quiere obtener el título con el menor esfuerzo posible, obviando crecer en conocimientos y enriquecer la vocación de una forma de vida y su oficio.

¿Qué es la educación? Es una pregunta necesaria que hacerse en un país con 17 sistemas de enseñanza diferentes, y 17 ediciones específicas para cada materia y curso. Once mil libros de texto que contribuyen a que un 30% del contenido académico sea diferente en cada autonomía. No es lógico que el programa de matemáticas no sirva a los alumnos del mismo curso en otra comunidad autónoma. Qué lejos quedan los años en los que se cuidaban los libros de estudio porque se heredaban entre hermanos, aunque estuviesen subrayados su estudio y memorización. No sólo supone un gasto cada año para los padres debido al incremento de los precios de un curso a otro, sino que estas políticas educativas en lugar de integrar un concepto historia común fomentan la manipulación y el factor de disgregación. La educación también hace aguas después de diez años del Plan Bolonia, cuya especialización se transmite sin singularidades enriquecedoras en los 80 campus de España y continúa divorciada con las demandas del mercado laboral. Esta derrota se descose más honda desde que la crisis rompió el antiguo contrato social por el que los jóvenes consideraban que el estudio y el esfuerzo favorecían vivir mejor que sus padres. Y en cambio de poco sirve el master contra ese 34% de paro juvenil y la precariedad del empleo profesionalizado.

No voy a reivindicar tiempos más líricos de la educación. Siempre hubo obstáculos y prejuicios que batallar. Pero sí existieron épocas en las que consistía, a la sombra de Sócrates, en crear razonamientos, dudas y diálogos para que el alumno pensase, descubriese y compartiese conocimientos con los que responder a las necesidades de la sociedad. No se puede educar como lo hacía el maestro pero es importante recuperar la capacidad de análisis, los hábitos de reflexión, la idea de que el conocimiento es una forma de libertad, de superación y dignidad personal. Una educación que deje de lado la homogeneización de la mediocridad, valore la excelencia y la preparación docente y su capacidad de contagiar el entusiasmo por lo que sabe. Ese fue el talento vocacional de mi madre en sus más de cuarenta años enseñando a volar a sus pájaros, estimulando su curiosidad, disciplinando sus perezas y sus dispersiones, combinando la exigencia, la ternura, el encantamiento y el rigor académico. Como ella, Don Miguel, Doña Teresa, Don Julio, Natalia, Juan Gallegos o Antonio Trigueros, me enseñaron a prestar atención al silencio, diferentes maneras de atravesar los espejos, a comprender el esfuerzo y los límites, a saber preguntar con actitud de lenguaje, a responder sin miedo y con respeto, y a emprender aventuras sin temor a sus fronteras ni fracasos.

Algunos hay de esa estirpe, y otros espero en ese mismo compromiso de enseñar los diferentes lenguajes de la vida. Decididos en este septiembre a afilar las alas y los lápices con los que nuestros hijos tendrán que imaginar y pensar un mundo al que la educación y el conocimiento vuelvan para quedarse.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es