Hoy por hoy, se hace más que complejo arriesgarse con enunciados que puedan dar a entender cualquier tipo de distinción entre sexos sin que, a la postre, se reboten varios puñados de colectivos del ramo. Y es una lástima, porque en los matices está la riqueza. Ello no quiere decir que servidor no lleve impresa a fuego en su piel, como las reses, la incuestionable igualdad de derechos, dignidad y oportunidades entre ambos sexos como primera bandera de la justicia social. Pero para todo lo demás, me temo que el hombre y la mujer son dos seres armónicamente inversos. Y ello en todas y cada una de las gamas relacionales que puedan observarse. Encorsetar lo masculino y lo femenino en la unión de pareja es uno de los reduccionismos más estúpidos que subyacen en nuestros días. Al fin y al cabo, la sexualidad no se limita a los genitales o a la forma de amar, sino también al modo de mirar, de sentir o de relacionarse con el otro sexo en cualquiera de los estratos, edades o lazos de la vida social. Les puedo referir, como ejemplo, los ademanes, las maneras, el tono de las palabras, la modulación de los gestos e, incluso, la manera de saludarse o de despedirse. Yo, verbigracia, no trataba igual a mi abuela que a mi abuelo, tampoco a mi madre o a mi padre. Ni tan siquiera a la señora a la que le cedo mi asiento en el tren de cercanías le dirijo las mismas palabras que al caballero al que igualmente se lo ofrezco. Y si yo tuviera una hija, la miraría, sin duda, de manera distinta a la que miro a cualquiera de mis hijos. No les estoy hablando de cariño o de amor. A un hijo se le quiere tanto o más, incluso. Pero la forma de mirar del padre, insisto, difiere. No estoy hablando del azul o del rosa, de muñecas o balones. Esas cosas, para mí, no son definitorias de nada. Hablo más bien de la forma de sentir a la hija, de entenderla, de amarla y de descubrirla caminando sobre el mundo, de experimentar el llamado complejo de Electra y de que me haga sentir el rey de la casa. Hablo de verla crecer y transformarse en mujer con los ojos extasiados frente la belleza femenina que aflora y el inevitable brillo ante la niñez que se nos escapa como arena entre los dedos. Y todos los nietos serán iguales, por supuesto. Pero en el nacimiento del hijo de tu hijo, quien da a luz es tu nuera, mientras que en el nacimiento del hijo de tu hija, quien da a luz es ella, tu hija.

La mujer, con todas las palabras, a la que te encargaste de custodiar, defender, acompañar y vigilar durante todos y cada uno de los días de tu vida. No por ello, insisto, a los hijos se les quiere menos. Repito, tanto o más. Pero la hija, como mujer, genera un horizonte y el hijo, como hombre, genera otro muy diferente. Todo ello sin hacer tambalear el consabido artículo catorce de la Constitución. Lo digo por si acaso. Si creen que les hablo de coser y jugar a la pelota es que no me he sabido hacer entender. Hace unos días apareció en la Malagueta la chica de dieciséis años que, embarazada, se escapó desde Leganés con su novio de veinticuatro en busca de una mejor vida. Dice la prensa que dormía en la calle, que subsistían a base de pequeños hurtos a los bañistas y que las condiciones higiénicas en las que la policía la encontró cuando le dieron el alto no eran las más adecuadas. No he querido indagar en el origen de esta historia, en el contexto. He apartado de mí los datos cuando los he tenido cerca. En cualquier caso, independientemente de si el entorno era deplorable o, simplemente, ha sido una situación inevitable y escapada de las manos, el presente de tu hija, de nuestras hijas, las tengamos o no, en dichas condiciones, representa un claro descalabro. Un doloroso interrogante a la educación. Un revés inconmensurable de la familia y de la sociedad y un más que patente fracaso del sistema.