Hace tiempo vi una película que transcurría en la retaguardia de la guerra de Afganistán. Al bajar del avión en el aeropuerto de Kabul, una periodista incrustada en el ejército -creo que se dice así, periodistas incrustados, desde la primera guerra de Irak- era recibida por un oficial norteamericano. Al cabo de unos minutos ella se quejaba, sorprendida, del olor, o peor, la peste, de la ciudad. ´Sí -decía el militar- huele a mierda, ¿verdad? Toda la ciudad huele a eso: es la guerra´. Nunca antes había pensado en este asunto, consecuencia de cualquier guerra: la paralización de los servicios básicos -agua, gas y electricidad- provoca que tu ciudad, tu casa, tu calle huelan no sólo a muerte o pólvora, sino a mierda. Literalmente a mierda. Un motivo más para no desear nunca una guerra.

Recientemente la mierda nos ataca camuflada por vía submarina y uno, la verdad, no sabe cómo afrontar eso porque tenía pensado para la vejez -cuando ya no pueda trepar por las rocas ni bañarme en el norte de la isla- ir con el bastón hasta Can Pere Antoni y hacer allá mis abluciones estivales y así no depender de nadie. Pero esta idea era una idea no sólo equivocada, sino perjudicial, tóxica y muy nociva. A las vejeces, si esto sigue así, la ducha y basta, porque semana sí y semana también la bahía de Palma se ensucia de vertidos fecales que es un contento. Expulsamos nuestra mierda lejos de nosotros y ésta se vuelve en contra y nos cerca, asedia y agrede. La cosa empieza a parecerse al Ganges y Palma, si esto no se arregla, se va a convertir en un trasunto de Benarés pero sin espiritualidad por parte alguna. De momento ya teníamos la fiesta holi de los colores, que algo hindú sí tiene, pero el ayuntamiento la prohibió el pasado año. No estaría mal que hiciera lo mismo con esa otra fiesta holi -pestilenta y sólo de color marrón- que sucede bajo el mar de Palma cada vez que diluvia y todas las veces que no sabemos porque es invierno, o la prensa se ocupa de otras cosas. Entre los microplásticos, los orines y la caca, la oposición a Gran Letrina Municipal está más que ganada. Los canales de Venecia en verano son, a nuestro lado, el prístino lago de las ninfas.

El asunto es preocupante y en apariencia difícil de resolver, aunque en la vida pública parece más preocupante la posidonia, o sea las algas y sus praderas (y ya sé que algas hay muchas y la posidonia es una de sus especies). Cualquiera que nos observe pensará que la agresión a la posidonia es el único gran problema (de la Xylella fastidiosa, poco se habla ahora). La posidonia. A mí me gusta mucho la palabra alga en singular y aún más en plural: tiene baile propio y cadencioso y un espíritu húmedo, carnal y femenino de lo que carece la palabra posidonia, como de cuento de hadas y naturaleza irreal. La palabra alga tienen un matiz sexual, mientras que la palabra posidonia -empleada en el lenguaje común- lo tiene tan artificioso como la carroza de cristal que antes fue calabaza.

Pero mientras las heces nos atacan como submarinos cargados de bacterias -en el fondo, otra guerra química- lo grave, dicen, es el estado de la posidonia. O mejor, no su estado -que no es tan malo- si no las agresiones de los barcos de recreo. Y es cierto que en los últimos tiempos está lleno de impresentables al timón de esos barcos: los peores, los que llevan incorporada la música -por llamarle algo- a todo trapo y un par de zumbonas, odiosas e impertinentes motos de agua. Como es cierto también que la exageración en las defensas ecológicas es una consecuencia de la dejadez anterior y el manfotismo extremo. Pero toda la vida el mar tormentoso ha expulsado a nuestras playas y calas kilos y kilos de posidonia arrancada por la fuerza de las olas y en cambio sus ciclos de vida permanecen y siguen. ¿Qué hacer?

Un navegante amigo mío sacó la semana pasada varias cintas de alga con el ancla de su barco. Seis o siete, más o menos. La mano le sobraba para retenerlas. Sin embargo su mujer saltó inmediatamente: ´¡escóndelas, no sea que te vean!´ Algo así le dijo. Y al contármelo, pensé en la vida secular del Mediterráneo, un mar de guerra y devastación, de piratas y corsarios, de contrabando y alijos varios, de restos arqueológicos, de migrantes que mueren en sus aguas, de emisarios desbocados arrojando porquería sin cesar... Y al otro lado, las seis o siete cintas de posidonia que no sé si mi amigo escondió o devolvió al mar, para que alimentaran a la fauna marina de manera más sana que los ya habituales vertidos fecales.