Elena tiene 54 años y lleva desde los 47 en un cotolengo. Su existencia vino marcada por un cromosoma traidor que le sumió en una disminución psíquica irreversible, del todo incapacitante. Pasa las horas disfrutando entre talleres educativos y ratos de juego. A sus 10 años de razonamiento es todo lo que necesita. Bendita rutina. Ella no entiende qué la llevó allí, tampoco comprende por qué su padre desapareció de la noche a la mañana, ni que por ello un mal día, un día cualquiera, la calidez y el amor de un humilde hogar de tres, y luego dos, cambiase por la seguridad de una comunidad tan numerosa y acogedora, con más personas como ella, que compartían su universo en igualdad de condiciones.

Elena mira alrededor con sus ojos de mujer, con su alma de niña. No tiene maldad, todo lo perdona. Ella sonríe a cada momento, sólo se entristece cuando recuerda los paseos con su padre, el tacto de su mano. Eso sí que no lo olvida. Por eso trata de mantenerse siempre ocupada, para no recordar, para afrontar cada día como un capítulo nuevo. Otra historia por vivir, otra lección que aprender.

Muy distinta es la noche. Ahí no tiene con qué distraerse, nada para entretenerse. No le gusta la noche. Le trae recuerdos que entremezcla con sueños y la confusión se enreda con la realidad. Por momentos piensa que al despertar encontrará a su padre preparando el desayuno, como si nada, otras veces cree que descansa en su cama de siempre, pero ni una ni otra, y vuelven las dudas. Por qué se fue papá, por qué la dejó sola. ¿Sería por su culpa? Ella lo veía muy triste, cansado, absolutamente angustiado, pero aún así se esforzaba por jugar con ella, pasear con ella. Estaba ahí a cada segundo, para todo. Puede que ese fuera el problema, que lo necesitaba para todo. Menos mal que otra vez amanece y las cosas empiezan de nuevo. Cada mañana vuelve la rutina y Elena se alegra porque empiezan los juegos, las lecciones, las risas.

Hoy llueve y no pueden salir al patio. Es la hora del almuerzo y en la televisión del comedor tienen puestas las noticias. En la pantalla hay dos hombres serios y elegantes, dicen que son consejeros de BBVA y Caixabank. Comparecen ante la Comisión del Congreso para la investigación de la crisis financiera y reconocen que no quisieron ver el problema de los desahucios, el drama de los deudores vulnerables. Se limitan a confesar que debieron actuar antes y que lo sienten.

Elena les escucha pero no les entiende, prefiere los dibujos. Nunca supo que su padre dejó de pagar la hipoteca porque no recibió la ayuda por cuidar de una persona dependiente, que tuvo que elegir entre afrontar toda la deuda o satisfacer sus necesidades más básicas, que las empresas de gestión de cobros le extorsionaban cada día con llamadas amenazantes, que el banco cedió su crédito a un fondo buitre por la mitad de su valor, que jamás quisieron negociar con él, y que, por más que luchó, por más que suplicó, no le dieron una segunda oportunidad. Elena nunca supo que hace siete otoños, cuando la comisión judicial llamó a la puerta, su padre saltó al vacío desde aquél pequeño quinto sin ascensor.

Elena sonríe mientras mira a los hombres de la tele. No les entiende. Yo tampoco.