El fracaso de la Roja en los tres últimos torneos disputados nos tiene a todos todavía sumidos en el desconcierto. Antaño, cuando no ganábamos nunca nada, la interpretación del fracaso era sencilla y giraba básicamente en torno a la inferior calidad global de nuestros futbolistas, la ausencia de verdaderas estrellas y una desafortunada elección de seleccionadores. Todo ello cambió de repente cuando un bulldozer llamado Luis Aragonés irrumpió en nuestras vidas. En cuatro años lo ganamos todo y de aquella bacanal de triunfos algunos todavía no parecen haberse recuperado.

En un país que hace de la permanente división en todo su principal motivación para iniciar cada nuevo día, no podían faltar las disputas en torno a la interpretación de nuestros éxitos futbolísticos. Coincidió además nuestra efímera, pero intensa y muy saboreada, gloria con la irrupción de un nuevo y revolucionario concepto del fútbol, una especie de destilación del cruyffismo adaptado al exigente modelo físico de lo contemporáneo, que vino de la mano de Guardiola y que fue muy bien explotado por el FC Barcelona para autoerigirse en el último guardián de las esencias del deporte rey. Como la preeminencia del Barcelona no podía de ningún modo ser aceptada sin reservas, los bandos no tardaron en formarse y nuestra proverbial tribalización aún dura.

Y así, hay quien, como forma más o menos indirecta de alejarse de todo cuanto tenga que ver con el Real Madrid, todavía considera que la raíz última y la explicación casi exclusiva de nuestros éxitos hay que hallarla en la implantación en la Roja, en un golpe de genio de Luis, de forma mimética del concepto de juego de toque, acompañado lógicamente de muy estudiados mecanismos de recuperación del balón, que perfeccionó Guardiola.

Lo importante, vienen a decir los defensores de esa idea, es el estilo. Parafraseando a Luis, en un mensaje que ha calado tan profunda como incomprensiblemente, asumen como inatacable nuestra inferior dotación física con respecto a la de otros países -como si esta fuera la España de los cuarenta- para restringir cualquier opción de volver a hacer algo grande al sepulcral respeto del estilo. No existe nada más allá del tiqui-taca, ni explicación alguna a que Iniesta, su versión ya empequeñecida por el cruel paso del tiempo, empezara en el banquillo el aciago partido contra Rusia del último Mundial.

Lo que, sin embargo, no tienen en cuenta esos puristas es que Luis, y más tarde Del Bosque, tuvieron la inmensa fortuna, como la tuvo el Barcelona, de hacer coincidir esa nueva forma de juego con la mejor generación de futbolistas que ha conocido España y, siendo quizás un tanto exagerados, país alguno en la historia del fútbol. Hasta el punto que, en el momento de máximo esplendor, la Roja contaba en cada uno de los puestos de su once inicial con un futbolista entre los tres mejores del mundo -a menudo con el mejor y en posiciones nada desdeñables como el portero, los centrales y los centrocampistas creativos-. Jugadores a los que, además, la nueva forma de jugar se adaptaba como un guante y que estaban perfectamente resguardados por el mejor portero de la historia -Casillas- y tres defensas en absoluta eclosión, jugando juntos además, como eran Ramos, Piqué y Puyol.

Pero el estilo no se hereda y nada garantiza que su descendencia tenga que conservar el mismo porte. Y la actual generación de futbolistas españoles no resiste comparación alguna con la de hace una década. En realidad y siendo realistas, es casi imposible que en el mismo momento vuelva a coincidir un grupo como el que nos llenó de títulos y alegrías. Empecinarse en pensar que el toque es lo único que nos va a devolver, al menos, a la pelea parece, por ello, una simplificación demasiado pueril para tomarla en serio y quizás llegó el momento de encontrar alternativas. Son los nuevos protagonistas quienes tienen que pasar página y no parecen todavía tenerlo asumido, aunque el debut de Luis Enrique ante Inglaterra y Croacia ha sido ilusionante. Solo así se entiende que Isco se niegue a responder en rueda de prensa la pregunta de un periodista, por mucho que éste se alinee con uno de esos bandos y continúe encastillado en su defensa de la memoria histórica y la sublimación de los 800 pases por partido, que ha dado con nuestros huesos en la cuneta a las primeras de cambio en los últimos tres campeonatos.