Una de las de las experiencias más agradables que te puede traer el verano es, sin duda alguna, que alguien decida reformar un piso en el bloque donde vives. Dependiendo de la suerte que tengas, puedes enterarte solo por los cartones y el polvo que ves en el ascensor o, en el mejor de los casos, tener la obra justo encima o al lado. Es algo maravilloso despertarse a la par que inicia el trabajo una cuadrilla que siempre se organiza de tal modo que estrena la mañana con lo que haga más ruido: cuanto más retumben las paredes y esté a punto de resquebrajarse el suelo, mucho mejor. Yo les escucho, miro el reloj —las siete y media— y sonrío feliz. Gracias a ellos, a las voces que dan, a sus martillazos y sus máquinas chirriantes, no me quedo en la cama más tiempo del preciso. Da igual si estás de vacaciones, si has dormido solo dos horas, si hay alguien enfermo o con turno de noche en el bloque: la cuadrilla es solidaria y anima al vecindario a levantarse con ella. Alguna vez ha pasado que una persona tan egoísta como aburrida ha ido a protestar o incluso ha tenido la desfachatez de llamar a los munipas, sin probablemente sospechar que nuestro Ayuntamiento tiene unas ordenanzas que permiten hacer ruidaco del bueno desde bien temprano hasta tarde (de ocho de la mañana a diez de la noche) y por supuesto, de lunes a domingo. Que no falte.

Y sin embargo, en esta Málaga azul e infinita, hay quien rompe esquemas y va por su camino. Yo lo conocí de casualidad, en una de esas esperas eternas que a veces uno ha de sobrellevar con algunas amistades cuánticas para quienes el tiempo y el espacio son relativos. Entienden estas amistades que decir que se está a una hora y no estar es algo similar a la paradoja del gato de Schrödinger, de tal forma que mientras no aparecen, están y no están; cuando por fin llegan, en realidad han estado desde el primer momento, solo que quienes esperamos desesperamos, o sea, no nos lo acabamos de creer. Pues eso, que estaba yo en una de estas citas y hacía ya más de media hora que se retrasaba la otra parte cuando me fijé en un curioso artilugio que había incrustado en la pared, tan diminuto y escondido que, desde luego, poca gente que pasara lo podría haber percibido.

Era un reloj y estaba dividido en tres partes, separadas por unos centímetros: en la primera, se podía ver su mecanismo como si saliera de la pared; en la segunda, estaban las manecillas, alejadas la una de la otra pero en funcionamiento; y en la tercera había un minidinosaurio sonriente que movía la cabeza a un compás que variaba.

Mirar primero sus partes y luego el conjunto del reloj deconstruido me resultó apasionante y me hizo perder la noción del tiempo. No sé cuánto había pasado ya cuando llegó mi cita, que casi sin reparar en el reloj, me urgió a que fuéramos a tomar una caña. Protesté y le enseñé mi descubrimiento.

—¿No conoces a Pedrito el maravilloso? —me dijo, como la cosa más normal del mundo.

—Pues no.

—Hace estos trabajos. Los deja diseminados por la ciudad unos días y luego se los regala a la primera persona que pasa. Yo tengo cuatro en casa.

—Qué suerte, ¿no?

—Psché, me lo suelo encontrar. Y eso que no resulta fácil verlo trabajar. Es silencioso como una nube de convento.

—¿A qué se dedica además de esto?

—Hace reformas en las casas. Tendrías que ver sus herramientas y el cuidado que pone en cada detalle. Y no da el más mínimo ruido.

—¿Por qué no me has enseñado nunca sus creaciones?

—Ni idea de dónde las tengo. Son tan delicadas y diminutas que parecen más imaginación que realidad.

Yo, aquella noche, mientras tomábamos cañas y nos reíamos, no podía evitar que mi mente fuera una y otra vez a la pared del reloj fragmentado con el dinosaurio y, sin poder aguantar más, dejé a mi amiga con la palabra en la boca y corrí a contemplarlo de nuevo.

Pero cuando llegué, el dinosaurio ya no estaba allí.