Aquí estamos, esperando el veranillo de San Miguel. Somo insaciables en cuanto a verano. No tenemos nunca bastante. Aunque tal vez debería utilizar la primera persona y no el plural, que le incluye a usted también, amiga lectora. Y a lo mejor es usted más de otoño o invierno, de tardes frías y cortas o de amaneceres primaverales. No es descartable tampoco que sea, en el fondo yo también, partidaria de cualquier tiempo con tal de que haya dinero, salud y diversión. Y vino. Estos días hemos tenido en Málaga brumas, lloviznas, trombas en el interior, raro oleaje, mar revuelto y hasta ventarrones. No es el cambio climático, es que septiembre siempre ha ido mucho a su aire. Un tiempo ajeno y como de noviembre anticipado, antipático.

Hoy es domingo y las previsiones afirmaban a la hora de escribir estas notas que llovería. No se moje mientra lo hace. Leer este artículo. Aunque se quede absorta con esta prosa y no pueda despegar la vista de las letras, tenga reflejos para continuar la lectura en un soportal, en un café, una mercería, una filatelia, un club hípico o en cualquier establecimiento abierto y con techumbre. Me gusta la palabra techumbre porque es como la hermana mayor y culta y cursi de techo. Techo es un techo a secas. Salvo si llueve. Pero techumbre es como un techo complicado, un techo complejo, un doble techo quizás.

No siempre, pero a veces los que dicen techumbre en vez de techo son como los que dicen optimizar recursos humanos cuando se refieren a echar a la puta calle a un padre de familia. O los que hablan de mejorar la intencionalidad de un texto cuando se refieren a que lo hagas sensacionalista, amarillo, falto de rigor y de riqueza argumental. Imagino un relato en el que al manuscrito de un cuento le caen gotas de lluvia que tienen el poder mágico de borrar los eufemismos, los malos adjetivos, los sustantivos inoportunos o los adverbios inoperantes. O todo a la vez. Y mejoran el texto, lo hacen más legible e inclusive elegante. Puede que esa lluvia exista. Lluvia correctora, lluvia literaria, lluvia de cualquier momento. Claro que si fuese torrencial podría borrar el cuento entero. Y: ¿sería error o justa acción? Nadie lo sabe. Tal vez lo sepa el autor del cuento, que es nadie.

Esperando el veranillo de San Miguel estamos, sí, que son días aún de verbenas y veladillas, fiestas y ferias, abrazo de amigo reencontrado y atardeceres en población vecina. En septiembre, cosecha y no siembres. Septiembre muy mojado, mucho mosto pero aguado. Aún faltan unas semanas para que entren en éxtasis los poetas a los que el otoño causa priapismo. A otros les pasa esto con la primavera. El verano tiene menos tradición lírica dado que los poetas están bañándose y no haciendo versos. Se meten en la piscina y se les va el día. Luego meriendan. Por la noche leen a los clásicos, cuentan estrellas, se fuman las nubes, otean la nada y hasta duermen y, claro, así no hay quien produzca ni un mal soneto, tanto bañarse y tanto leer. El invierno es otra cosa. «En invierno aprendí que en mi interior habitaba un verano invencible», decía Albert Camus. El invierno, con esas nieves que coronan montes otrora floridos y que vemos desde la ventana mientras oímos la risa de un niño descalzo que con los labios manchados de mazapán viene corriendo por el pasillo a abrazarnos. Pero eso es otro artículo.