Jugábamos de niños, en los 80, a disputar etapas ciclistas con los nombres de los corredores inscritos sobre las chapas. Las mismas chapas que también servían para recrear partidos de fútbol sobre cualquiera de las aceras del barrio. Trazábamos recorridos abriendo una especie de surcos en una u otra parcela sin edificar, cerca de nuestras casas, y allí pasábamos buenos ratos imaginándonos héroes en los albores del ciclismo televisado. Perico Delgado, Marino Lejarreta, Vicente Belda, Álvaro Pino o Anselmo Fuerte compartían protagonismo con Hinault, Caritoux o Robert Millar en algunas de nuestras primeras Vueltas a España.

A mi hermano y a mí, el gusanillo del ciclismo nos lo inculcó desde muy pequeños nuestro padre. Él hizo la mili en Tenerife y siempre nos contaba las vivencias que allí compartió con el histórico ciclista cordobés Antonio Gómez del Moral. No era extraño que con la pandilla a nosotros nos tocase la parte «más técnica». A mi hermano Alberto, que ya despuntaba como futuro ingeniero de Obras Públicas, le tocaba transformar en puertos especiales algunos de aquellos surcos sobre la tierra, que simulaban ser carreteras. Y a un servidor, de futuro cronista deportivo, configurar nuevos equipos recitando casi de memoria los flamantes profesionales que cada temporada debutaban en la serpiente multicolor.

Solía usar alguna regla mnemotécnica al guardar en mi memoria colegial tanto nombre, pero también me ayudaba mucho tener acceso a la prensa deportiva internacional en la papelería de la esquina. Aquello de haber crecido en el litoral torroxeño, rodeado de turistas alemanes y británicos, suponía una ventaja considerable. Lo mismo que a la hora de estar «a la última» en las vanguardias musicales que venían de fuera.

Siempre recordaré que frente a los que recitaban del tirón las alineaciones típicas de sus equipos de fútbol, yo prefería repetir lo ocurrido en cada Tour o Vuelta a España Si echo la vista atrás y emulo mi infancia, esta ronda ciclista que ayer terminó tendría tres claves para memorizarla. Ha sido la más malagueña, la del «lince» marbellí Luis Ángel Maté y la que nos certificó que Alberto Contador sí tenía razón y que su relevo generacional estaría marcado por Enric Mas.

El balear, subiendo La Gallina desde Andorra, nos proporcionó la mejor alegría en años. Porque el pelotón español había carecido durante este último lustro de jóvenes valores que nos hicieran soñar, de cara a la próxima década, con triunfos épicos como a los que hemos estado acostumbrados en las grandes rondas y las míticas cimas del planeta ciclista (díganse los Perico, Indurain, Alejandro Valverde y el propio Contador). Mas, a sus 23 años, ya tiene un segundo puesto en la Vuelta a España. Ahí es nada.

En el caso de Maté, estas semanas de líder de la Montaña que nos ha regalado suponen un merecidísimo galardón a lo mucho que ya le ha dado a este deporte. Para nosotros es el «ganador moral» de un premio que reconoce su incombustible combatividad.