Hay dos clases de políticos: los que actúan pensando en cómo es el mundo y los que actúan pensando en cómo debería ser. Es decir, los realistas y los utópicos, los pragmáticos y los idealistas. O matizando un poco más, los que parten de la realidad tal como es (engañosa, fea, imperfecta, decepcionante), y los que en cambio parten de un ideal (ejemplar, admirable) que debe imponerse como sea a la realidad. En general, los primeros -los pragmáticos, los realistas, los que toman decisiones pensando en el mundo tal como es- son los que dirigen las democracias representativas. Y los últimos -los utópicos, los idealistas, los que aspiran a una sociedad perfecta- son los que acaban creando estados totalitarios.

Suiza, Uruguay, Corea del Sur, los países de la UE y tantos otros son -por ahora- democracias representativas en las que los políticos, sean del partido que sean, intentan encontrar soluciones factibles a los problemas reales. En cambio, Venezuela, Irán, Arabia Saudí, Corea del Norte, Cuba son sociedades regidas por una clase política que sólo aspira a imponer un ideal de vida (religioso o social, según el caso), sin que importen para nada las opiniones y los deseos reales de la población que tiene que aceptar -y sufrir- ese mismo ideal de vida. Como es natural, los políticos pragmáticos toleran la crítica y aceptan la existencia del adversario ideológico. Por el contrario, los políticos que quieren imponer un ideal -los utópicos o los virtuosos, para entendernos- no aceptan la discrepancia ni la crítica de ninguna clase. Y esto es así porque sólo ellos saben qué es la felicidad y qué es la verdad, de modo que sólo ellos están autorizados para imponerlas y preservarlas. Ni que decir tiene que los estados totalitarios del pasado -la Alemania hitleriana, la URSS comunista, la Italia fascista o la España de Franco- fueron sociedades gobernadas por idealistas que soñaban con imponer un mundo perfecto, libre de vicios y de debilidades y de herejías políticas. Que esos políticos idealistas fueran en realidad una cuadrilla de mequetrefes con complejo de superioridad o un hatajo de psicópatas no cambia para nada la naturaleza de su proyecto político: ellos querían construir una sociedad perfecta. Y estaban convencidos de haberla construido bajo su bota de hierro.

Sin embargo, los políticos pragmáticos caen de vez en cuando en la tentación de legislar pensando en el mundo tal como debería ser en vez de pensar en el mundo tal como es. Eso fue lo que ocurrió cuando un presidente bienintencionado y bondadoso -Woodrow Wilson- prohibió el consumo de alcohol en Estados Unidos imponiendo la Ley Seca en 1919. Wilson quería hacer de los americanos unos ciudadanos más virtuosos y más ejemplares -abstemios, responsables, honrados-, pero lo único que logró fue crear una sociedad dominada por las fortunas de los contrabandistas ilegales que sobornaban a jueces, a políticos y a policías y que tenían mucho más poder que los agentes del orden que tenían que luchar contra ellos. Y por lo que parece, el ejemplo de Woodrow Wilson se está introduciendo de nuevo entre nuestros políticos. La prohibición de las drogas -que no logra detener el consumo y crea una mafia con un gigantesco poder económico- procedía de esta visión idealista del mundo. Pero ahora ese afán idealista parece extenderse a otros ámbitos, tal vez porque los políticos se dan cuenta de que solventar los problemas reales es muy difícil y que sale más rentable legislar para un mundo ideal (aunque al final la legislación no sirva de nada). Así es como hay que entender que ya se esté hablando de prohibir la prostitución. ¿Puede creerse alguien que se acabará con el problema de la prostitución prohibiéndolo con una ley? ¿Y no sería mejor afrontar los problemas con pragmatismo y realismo? Dejo ahí la pregunta.