El autor de la autobiografía de Donald Trump sospechaba que el entonces empresario no había leído el libro. Estas anécdotas quedan muy lindas cuando las protagoniza un bufón, pero la sonrisa trasciende a mueca de escalofrío al ampliar el foco. ¿Cuántos catedráticos de la universidad española pueden asegurar que jamás han firmado un artículo, una monografía o un libro que ni siquiera tuvieron tiempo de leerse? En la interpretación más genuina del feudalismo intelectual, los profesores caciquiles habían velado las primeras armas de sus alumnos, y esa vigilia les garantiza el eterno derecho de pernada sobre su producción.

Ya vamos llegando a Pedro Sánchez. Políticos de alta alcurnia no escribieron jamás un discurso, ni hoy un tuit. El Gran Wyoming admite que tiene el trabajo más cómodo del mundo, porque llega a las siete de la tarde y le entregan todas las palabras que ha de pronunciar ante la pantalla. Sin embargo, la mayoría de sus colegas estelares no confesarán jamás que se limitan a regurgitar con más entonación que conocimiento los textos tejidos por otros. Y a pesar de ello, el mérito exclusivo corresponde con toda justicia al muñeco que se limita a ejecutar de altavoz, al intérprete.

Ya hemos llegado a Sánchez. No todos sabíamos que la Generación X venía de Xerox, los pícaros que explotarían la maquinaria de la copia infinita para apropiarse de los fragmentos volanderos a su alrededor. El presidente del Gobierno fue tan ligero como un catedrático o gurú, al succionar sin citar las creaciones de su entorno. Ni siquiera necesitaba la trampa, pero su justificado complejo de inferioridad le impulsaba a investirse del discurso ajeno. Sin embargo, Cifuentes, Montón o Casado subieron numeroso escalones adicionales en la infamia. Cada melladura en la efigie del secretario general del PSOE amplía el socavón del presidente del PP, a quien una jueza acusa de cohecho por un máster regalado.