La existencia es tan enigmática como sencilla: comprender esa sencillez ya es un misterio en sí mismo y en ese esfuerzo se empeñan a lo largo de su vida muchas personas. Una de las fronteras más reacias a ser traspasadas es la del cerebro; aún no sabemos con certeza en qué medida y cómo interactúan sus estructuras con los acontecimientos, si los recuerdos son inventos consoladores, lacerantes o en cambio son fotografías de lo que en realidad pasó. Se dice que cada estructura cerebral es única y viene a ser el equivalente a un universo, con miles de millones de neuronas que se conectan o relacionan con base en unos principios o en un caos que todavía se resiste a ser descifrado; en definitiva, pensamos con algo que no sabemos cómo piensa: tan enigmático como sencillo.

Al trabajar como monitor de talleres de escritura, tengo la suerte de conocer, conversar y debatir con mujeres y hombres que se interesan por muchas cuestiones y se abren al disenso, a la polémica: a que aprendamos y enseñemos al mismo tiempo. En los talleres se descubre que la edad, el estatus socioeconómico o la profesión son notas a pie de página de lo que en realidad es una persona, algo mucho más complejo y a la vez más simple. Porque las circunstancias pueden llevarte a tener mucho o poco dinero, a trabajar de esto o de lo otro, pero el motor primordial, esto es, las ansias de saber, la curiosidad por investigar y el afán por compartir es una característica que traspasa géneros y etiquetas. Y como en el amor, quien lo ha vivido lo sabe: hay pocas cosas más enriquecedoras que un puñado de mentes divagando en una habitación.

En estos grupos, uno encuentra a personas que se dedican a la mente. Es bastante habitual que en mis talleres cuente con profesionales de la psicología y la psiquiatría, que suelen ser de gusto inquieto y aficiones creativas. Entre estas personas, el curso pasado estuvo Adriana Oris. Se apuntó por insistencia de su amigo Juan Carlos y vino casi al final del curso, y aun a veces faltaba por motivos de salud. De trato exquisito a la par que exigente, en más de una ocasión me examinó e intentó pillarme (tanto Juan Carlos como José recordarán el envite al respecto de Henri Bergson) y se mostraba de un modo casi constante irónica, cáustica, dogmática. Ella entendía y referenciaba todo en torno al psicoanálisis, del que había sido una excelente profesional y era una gran conocedora. Escucharla era abrir varios libros a un tiempo y empaparte de una visión diáfana de cómo funciona nuestra mente, de los mecanismos y esquemas que nos hacen actuar, pensar y sentir. Podías estar más o menos de acuerdo con ella, pero el rigor expositivo, las fuentes de las que se nutría y la buena argumentación siempre la acompañaban. Sus análisis de los textos de los compañeros aportaban una perspectiva interesante, y no solo eso; sus escritos eran imaginativos, de una estructura coherente y sorprendente, con un subtexto riquísimo y una trama bien urdida.

No tuve la oportunidad de conocerla mucho. Era una mujer cultísima (ya en su adolescencia se había leído la obra de Proust) y había pasado su vida en un mundo que poco a poco está dejando de existir, donde ser mujer era un obstáculo para ser tenida en cuenta y en el que muchas veces tuvo que afinar la puntería para que le reconocieran su valía. Fue de las pioneras en poner en marcha el sistema actual de salud mental en Málaga, e imaginaos siquiera por unos momentos la tarea que tuvo que resultar hace unas décadas acometer esa labor. Seguramente su nombre estará ligado a multitud de libros, ensayos y tesis y a muchas personas les habrá transmitido sus conocimientos y a otras su amistad. En definitiva, una persona que se dedicó con todas sus fuerzas a escudriñar la mente humana, a arrancarle secretos a esa galaxia portátil e infinita que llevamos sobre los hombros.

Fue hace unos días que Adriana Oris falleció: sirvan estas líneas de reconocimiento a una mujer sabia y luchadora: es decir, a una persona imprescindible.