No estamos pagados. Me refiero a quienes escribimos. El personal plagia tanto porque escribir es lo peor. Suelo decírselo a mis alumnos del taller de escritura: ¿Por qué os empeñáis?

Me miran atónitos porque ellos no tienen la respuesta. Yo sí: la mayoría no desea escribir; desea haber escrito. Haber escrito es fabuloso, por eso muchos doctorandos pagan para que les escriban las tesis. Para haber escrito. O para fingirlo, da igual. La primera página de un libro provoca el mismo ahogo que los últimos metros de una maratón. Te ahogas desde el comienzo, desde la primera línea. De hecho, se escribe a partir de un naufragio. Si no hay naufragio tampoco hay escritura. Y se plagia desde la orilla, tomando el sol con una cerveza a mano. Observen a todos los plagiadores que en el mundo han sido y comprobarán que están siempre en bañador, aunque vayan con camisa y corbata. El plagiador es un bañista eterno que ha visto ahogarse a demasiada gente en el océano de la escritura. Por eso no entra en ella, en la escritura, ni hasta la cintura. Mucha resaca, dice. Hay escritores que con tal de no escribir son capaces de cualquier cosa, incluso de correr. Ahora bien, el escritor puro quizá no escriba, pero tampoco plagia, ni contrata a negros que le hagan el trabajo.

El escritor puro atacado de sequía sufre como un perro antes que copiar una línea a un colega. Las líneas de los colegas son sagradas. El plagio, que carece de condena penal, está socialmente muy mal visto. Una tesis copiada, que no deja de ser una pillería, no te lleva a la cárcel, pero te convierte en un apestado. ¿Por qué? Porque el público intuye que robar una frase, un párrafo, un capítulo es mucho más que robar una frase, un párrafo, un capítulo. Robar palabras equivale a robar la identidad, ya que eso es lo que uno se juega al escribir (incluso al no escribir deseando hacerlo). El atracador de un banco sin víctimas puede caernos bien, pero el ladrón de un poema es un caín. Porque en el poema se deja uno la vida. A lo que íbamos: que no estamos pagados.