Me propuse arreglar el ventilador que tenemos en el dormitorio. Es uno de esos aparatos que cuelgan del centro de la habitación y que acompaña una lámpara con aspiraciones de piloto de helicóptero. Una bombilla de altos vuelos que no ha superado su techo. Lleva varios meses sin funcionar y he tenido que pasar el verano abanicándome para poder dormir. Esperaba que el otoño se convirtiese en un aliado, pero está visto que al sol le ha gustado que los malagueños respetemos el nombre que un día le dimos a esta costa y no está dispuesto a exiliarse.

Deduje que se trataba de un simple cable que se habría soltado, pero no. Me vi embarcado en un problema que superaba mi licenciatura de economía (sin máster, siento decirlo). Al final tuve que recurrir a un profesional que, insultantemente, supo arreglarlo en menos de un aleikumsalam (que es otra medida del santiamén, pero más acorde a los tiempos). El hombre, mientras rellenaba la factura y yo desviaba la vista hacia el helicóptero, comentó: -No se apure por no haber sabido arreglarlo. Esto es cosa de profesionales, para eso estudié -y, como si no me hubiera convencido del todo, concluyó-. ¡Ya ve, hace unos días estuve en casa de un ingeniero arreglándole un fusible!

Cuando se marchó me tumbé en la cama con la vista perdida en el movimiento de las aspas. Mi cabeza comenzó a girar como la del capitán Benjamin L. Willard en Apocalypse Now. Si aquel ingeniero no era capaz de arreglar un fusible, ¿decidiría estructuras como las de un viaducto? Eso si trabajaba como ingeniero. A lo mejor se había dedicado a la política, pensé, y entonces no habría por qué preocuparse. ¿O sí?, pudiera ser un político al que le han regalado una licenciatura de ingeniería. Mis pensamientos estaban tan aturdidos como el mecanismo giratorio del ventilador.

Me pregunto el valor que tiene un título que no representa conocimientos adquiridos. Supongo que es como esos adornos extravagantes que colocan los cursis en sus casas para aparentar viajes exóticos que jamás han realizado. Cualquiera puede asombrarse con ellos durante un cóctel de bienvenida, pero les puedo asegurar que no superan una sobremesa frente a un verdadero viajero.

Alguien que hace eso se expone al ridículo factorial, es decir, a un ridículo multiplicado varias veces por ridículos consecutivos e inversos. Espero que cuando se llega al necio extremo de apropiarse de títulos sin soporte académico o experimental, al menos se tendrá la conciencia de que no sería oportuno poner en práctica dichas facultades, habilidades o sabidurías (todas ellas inexistentes).

La política mediocre (digo mediocre porque hay políticos que valen mucho más que los que le rodean), nos ha mostrado un nuevo perfil. Cualidad que define su verdadera naturaleza. Un vicio muy demócrata por otra parte, ya que salpica a todos los partidos. Falsear currículums no es más que evidenciar el miedo a la ineptitud, a la falta de capacidad. Quien lo hace, es consciente de la mediocridad de su verdadero historial académico, de sus habilidades o prestigio, procurando adornar su extravagante currículum para sorprender a sus adversarios. En el momento de tomar decisiones difíciles se evidencia la trampa, pero la mayoría de las veces resulta tarde o se puede descargar la responsabilidad en otros.

Estoy convencido de la utilidad de muchos másters que se realizan en universidades españolas y brillantes escuelas de negocios. No es justo que sean el foco de la crítica en la superficie de este contaminado iceberg. La penitencia debería recaer en los tratos de favor que tanto han dañado a las instituciones de este país. En aquellas personas que pretenden pilotar helicópteros montados en un ventilador.