Nadie asegura que el capítulo final de la digitalización del mundo -si no ha llegado ya- no sea la transformación de la humanidad en una granja de hámsters que corren en sus ruedas infinitas, ensimismados cada uno en su pantalla. Las nuevas tecnologías han sido diseñadas sobre nuestras debilidades psicológicas más básicas para mantenernos siempre conectados y haciendo clic en busca de una quimera de fútiles recompensas. Ahora, las grandes compañías estadounidenses de seguros empiezan aplicar también esa mezcla de Zuckerberg y Goebbels. John Hancock, un gigante del sector, sólo venderá seguros de vida a aquellos clientes que acepten colocarse un dispositivo de seguimiento (tipo reloj inteligente) con el que puedan medir cuánto están haciendo para mejorar su salud. ¿Cómo logran que los clientes acepten encantados que les coloquen esos «crotales» emisores de datos de su vida privada? Con incentivos. Saben cómo funcionan nuestros previsibles cerebros: cuanto más ejercicio hagan, podrán reducir hasta un 15% el coste del seguro. Otra recompensa: los clientes pueden solicitar un Apple Watch. Si durante dos años cumplen con los objetivos «saludables» que fija la compañía, lo tienen gratis. Si vaguean, pagan 15 dólares al mes. En el programa piloto que hizo la compañía, el 29 % de los asegurados encadenados voluntariamente a la salud, lo hicieron sobre todo por conseguir «gratis» el dispositivo. «The New York Times» cuenta la historia del matrimonio Brian y Carla Restid, de 60 años, que han participado en ese programa piloto de la aseguradora, que también pide les sean comunicados sus hábitos de alimentación y bebiba. El plan se llama «Vitality» y se puso en marcha en 2015. Por colocarse los relojes y hacer los ejercicios que les marcaban, los Restids han ahorrado 700 dólares en primas. Además, cada diez sesiones de entrenamiento, pueden hacer girar una «rueda de la fortuna» digital y pueden obtener descuentos en hoteles o en compras de Amazon. Ellos dicen que están encantados y sanotes. Detrás, claro, está el negocio. Los responsables de la compañía no se esconden. Uno de los directivos dijo al «Times»: «Mientras más viva la gente, más dinero ganamos». Hay otra ventaja añadida: la venta del producto adquiere otro «tono existencial», digamos. Los vendedores de seguros de vida no tendrán que recordar que la muerte es muy cabrona y se presenta sin avisar. En adelante, «pueden ofrecer primas más bajas y una variedad de incentivos financieros para que el asegurado intente vivir más tiempo». Venden pura vida. Pero vida encadenada, aunque sea al ejercicio. Eso sí, aquellos con problemas de movilidad, depresión o que no puedan comprarse dispositivos tecnológicos para que les hagan el seguimiento, olvídense de asegurar su vida. No vale nada. Tendrán que morir cuando les toque y no como esos privilegiados del programa «Vitality», que seguirán corriendo felices, estirando la eternidad. O sea, pagando.