En este tiempo hostil, propicio al odio», que diría el poeta Ángel González, la necesidad de trascendencia no aflora con el atractivo de los luminosos de neón. A pesar de ello, esa permanente búsqueda subsiste. San Francisco de Asís, ya en el siglo XIII, fue totalmente consciente de esa necesidad de Dios que subyace en el corazón humano. Ese descubrimiento, si bien es grandioso, no resultó original puesto que la Iglesia ya cargaba con un puñado de siglos a sus espaldas. Pero lo que sí fue clarividente y moderno fue que San Francisco supiera traducir su especial vivencia del Evangelio que encarnó Jesús de Nazaret en una Primera Orden de frailes menores, una Segunda Orden para las mujeres, al amparo de Santa Clara y, finalmente, una Tercera Orden de laicos. Ese gesto de acogida a la mujer y a los laicos dentro de verdaderas órdenes consagradas, integradas en la oficialidad de la Iglesia Católica y sostenidas cada una por su Regla, constituye un signo claramente visionario. La Orden Tercera de San Francisco, hoy día Orden Franciscana Seglar, aún se mantiene a través de la escala de los siglos, arropando a los laicos y familias que pretenden enraizar en el carisma y alentando una especial atención hacia los hermanos célibes o solteros, viudos, padres solos, separados o divorciados que viven condiciones difíciles. Así lo dicen sus Constituciones Generales. La Orden perdura. Sin ir más lejos, el pasado cuatro de octubre, festividad de San Francisco de Asís, en la iglesia de los Santos Mártires de Málaga, una nueva hermana ingresó en la fraternidad de la O.F.S que acoge nuestra ciudad. Con todo, a pesar de estos pequeños brotes de luz, a pesar de que el Concilio Vaticano II rompe el concepto de iglesia jerárquica y piramidal para pasar a definirla como Pueblo de Dios que camina, aún sobreviven otras corrientes que abogan por la superioridad, que enaltecen a los laicos por encima del sacerdote o que encumbran a este último por encima de la asamblea de fieles por el simple y único hecho de haber sido ordenado. Corrientes, sin duda erróneas, que olvidan que el sacerdocio y el estado laical constituyen un servicio, no un rango. Corrientes que olvidan que los sacramentos no están jerarquizados y que la vida consagrada al matrimonio, por poner un ejemplo, no está por debajo ni por encima de la vida consagrada al sacerdocio. Sentirse superior al otro no cabe ni en lo franciscano ni en la Iglesia. Les puedo hablar tanto de curas que se proclaman como señores feudales como de laicos que ningunean el sacramento del Orden. Todo debiera acontecer y acoplarse en una perfecta y carismática simbiosis. Porque si bien es cierto que el orden sacerdotal es imprescindible, tampoco merecen menos valía o reconocimiento los niveles de sacrificio y entrega, por ejemplo, de la vocación de un matrimonio inserto con sus sendos trabajos en la vida civil, sosteniendo responsablemente la educación de, digamos, cuatro hijos, e inmersos hasta el cuello en la actividad pastoral, misionera y evangelizadora de su comunidad de referencia. La vocación, dejémoslo así, se basa en la libertad y en la llamada de Dios, y no entiende de galones ni posiciones. No hagan caso a quienes les digan que un cura es superior a un laico por el mero hecho de serlo. Cada cual asume su función dentro del cuerpo que conforma la Iglesia, tal y como decía San Pablo. Si no fuera así, caeríamos en la aberración de pensar que cualquier sacerdote, repito, por el mero hecho de serlo, sería moralmente superior a San Francisco de Asís, que fue diácono, o a San Isidro y Santa María, que santificaron su vida en el matrimonio. Y es que tampoco Jesús fue sacerdote, dicho sea de paso y le pese a quien le pese. Dicha institución no nace hasta el siglo III. Tengan claro, no se dejen engañar, que el único criterio moral que, dentro y fuera de la Iglesia, nos puede ensalzar como personas sobre otros es la santidad, nunca el ministerio, ni el orden, ni la jerarquía. Así lo testimonia el papa Francisco: «Los laicos no son ni nuestros peones ni nuestros empleados. Los laicos están en la primera línea de la vida de la Iglesia».