Creo que fue en diciembre de 1978, cuando acababa de ser aprobada la Constitución en referéndum. Una noche de llovizna, yo iba caminando por la avenida conde de Sallent, en Palma, y de pronto noté que la calle estaba muy mal iluminada y que había muy pocos coches circulando. Por entonces yo acababa de llegar de París, donde todo eran luces y coches y estrépito y actividad, y Palma me pareció una ciudad mortecina y temerosa que vivía encogida, como en posición fetal. No sé por qué, pensé en aquella imagen de alguien enroscado sobre sí mismo, angustiado y confuso, viviendo en alerta permanente y al mismo tiempo sin saber muy bien lo que ocurría. Y además casi a oscuras. Y sin coches. Y sin gente en la calle.

Quizá haya gente que recuerde los años de la Transición de otra manera -con luces y coches y animación y júbilo callejero-, pero a mí se me ha quedado grabada esa imagen nocturna de una avenida vacía y mal iluminada. Ahora se ha convertido en un lugar común criticar la Transición, y cada vez que detectamos algo que no nos gusta -en la justicia, en el funcionamiento de las instituciones, en los partidos políticos-, atribuimos todo estos defectos a la Transición que fue incapaz de acabar con el franquismo y que dejó enquistados los mismos problemas de frente en el alma colectiva de esos ciudadanos que tuvieron la mala suerte de nacer en España. Y esa crítica la hacen, sobre todo, los jóvenes que nacieron en aquellos años y que por eso mismo no saben cómo fueron en realidad. Y que no pueden imaginar el clima de angustia y de confusión que se vivió en aquellos años, cuando nadie sabía muy bien lo que pasaba y los rumores invadían las conversaciones y todo el mundo sentía esa extraña mezcla de expectación y angustia y recelo que invadía aquella noche la avenida conde de Sallent de Palma.

Pero es que los años de la Transición fueron muy difíciles. La inflación llegó al 25%, había huelgas permanentes, conflictos, manifestaciones, actuaciones de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Cada dos por tres había un asesinato de un policía o de un militar o de un juez, que caía bajo las balas de ETA o del GRAPO o de cualquier otro grupo terrorista de los muchos que actuaban en aquellos años. Y también había atentados por parte de la extrema derecha, que en aquella época estaba infiltrada en la policía y se movía con una inquietante impunidad. Y justo al mismo tiempo aparecía un fenómeno nuevo que casi no había ocurrido antes: un amigo me contó que en Barcelona lo habían atracado a punta de navaja y le habían quitado las botas, unas botas muy chulas de ante que había encontrado en una tienda de segunda mano. Fue la primera persona que sufrió un atraco, algo que era bastante raro hasta entonces pero que de repente se convirtió en algo habitual. La heroína había llegado para quedarse y muchos atracadores eran heroinómanos que salían a buscarse su dosis atracando lo primero que encontraban. Aunque sólo fueran unas botas de ante de segunda mano.

En estas condiciones, es difícil imaginar cómo pudo salir bien un proceso de cambio político que podía haber fracasado de forma calamitosa (lo que hubiera costado muchos muertos, muchos más de los que hubo, que fueron bastantes). La economía era mala, mucha gente se iba al paro, las empresas cerraban, la gente desconfiaba, nadie tenía hábitos democráticos, la policía actuaba a la buena de Dios y nadie se fiaba tampoco de los políticos que ocupaban el poder, con Suárez a la cabeza, al que mucha gente consideraba un falangista y un chaquetero que no valía nada (luego descubrimos lo equivocados que estábamos). Por eso, repito, fue un milagro que la Transición saliera bien porque todas las circunstancias apuntaban a que podría haber salido mal. Y cuando se busca una razón, quizá la única razón de peso fue que nuestros padres y nuestros abuelos tenían mucho miedo por lo que habían vivido en la guerra civil, así que procuraron ser prudentes y moverse poquito a poco y actuar con la mayor cautela. Así que no pidieron revanchas ni justicias retroactivas, ni se empeñaron en gritar demasiado alto pidiendo unas utopías que no les garantizaban nada, porque se conformaron con vivir un poco mejor de lo que ya vivían, a ser posible con las calles iluminadas, y los coches funcionando, y la mayor confianza y tranquilidad posible cuando tenían que cruzar una calle.