Cualquier gobierno democrático, del lugar que sea, debería representar a todos los ciudadanos no sólo los colores de quienes han votado al partido que lo sustenta. Esto que serviría para calibrar la auténtica calidad de una democracia y de sus gobernantes, sin embargo, no suele ocurrir habitualmente. Mucho menos en los países meridionales. En Italia, por ejemplo, tras la caída del centroizquierda y la llegada al poder de la extrema derecha de la Lega y de los populistas del Movimiento 5 Stelle, la polarización más sectaria de la política se ha acentuado alarmantemente orientándose en dos direcciones extremas, en vez de dar respuesta a los verdaderos problemas que afectan a los italianos y después de haber sembrado el campo de promesas económicas y regeneradoras. Salvini y Di Maio, como sucede en España con el débil gobierno socialista de Pedro Sánchez, se dedican a abonar el terreno electoral, el primero paseando el espantajo del nacionalismo frente a la inmigración, el segundo lamentándose de las soluciones imposibles que su organización querría llevar a cabo y que, por culpa de las reglas del juego que impone Bruselas, no puede desarrollar. En el Gobierno italiano hay un tercer partido, el de la responsabilidad, citado por la escritora Lilli Gruber, del premier Conte, el ministro de Economía Tria, y el de Exteriores, Enzo Moavero, que intenta por todos los medios restituir la confianza hacia Italia en Europa y el mundo, en cuestiones de déficit e imagen frente a la deriva populista. También emerge, como ha ocurrido en otros momentos de la historia, la voz moral, en este caso del presidente Matarella. Pero no corren tiempos felices para la responsabilidad y el sentido del Estado. Cada vez es más necesaria una corriente de opinión cultural que devuelva el juicio a las cosas, contrarreste la vulgarización de la esfera pública y el peligroso avance del nacionalismo populista que sólo busca fortuna en las urnas, a costa de todo.