Un juez reputó días atrás de ´bicho´ e ´hijaputa´ a una demandante en el curso de cierta distendida charla con dos letradas al término de un juicio. Otro micrófono traidor permitió igualmente que conociésemos la rudeza de vocabulario con la que se empleaba una fiscal -ahora ministra- durante la sobremesa de un almuerzo privado. En realidad, no hay razones para la sorpresa y menos aún para el escándalo que estas grabaciones han suscitado.

Una gruesa y a veces grosera línea separa por lo general el comportamiento de las personas, según actúen en público o en sus relaciones particulares. El más serio de los gobernantes o magistrados puede exhibir un lenguaje arrabalero en el trato con sus amigos, si bien es cierto que, tras estos últimos lances, quizá se cuiden más las formas por si hay algún micrófono en las cercanías.

Más chocante sería que un acreditado feminista diese una charla en defensa de los derechos de la mujer y, a continuación, se dedicara a contar chistes de rubias al irse a tomar las cañas tras la conferencia. Pero aun si se diera el caso -nada improbable ya a estas alturas-, lo único que se demostraría es que existen virtudes públicas y vicios privados. Como ha ocurrido siempre.

Verdad es que, en ocasiones, ni siquiera se respetan las formas convencionalmente exigidas en público. Algunos diputados, un suponer, han recurrido al lenguaje coloquial en el Congreso; pero se trata de meras excepciones a la regla. No es habitual que sus señorías usen términos como ´descojonarse´, tal que hizo el otro día Gabriel Rufián; o que acaben sus intervenciones con el racial: ´¡A la mierda!´ que empleó años atrás José Antonio Labordeta. A Camilo José Cela, que además de Nobel fue senador, se le disculpaba en la alta Cámara el uso de ciertas procacidades en el lenguaje, como aquella famosa ocasión en que aclaró que no estaba dormido, sino durmiendo. «Tampoco es lo mismo estar jodido que estar jodiendo», precisó el de Iria Flavia, que a fin de cuentas había escrito un exhaustivo Diccionario Secreto de tacos de la lengua española. Cela era un poco de la escuela de Quevedo, quien llegó a escribir un detallado manual sobre las Gracias y desgracias del ojo del culo para la pública lectura. Tenía licencia para irse de la lengua, por así decirlo.

Lo normal es que la mayoría de los altos representantes del pueblo guarden la compostura en público. En tales circunstancias se tratan de usted y de señoría, aunque al bajar del escaño vuelvan a tutearse y a practicar la elegancia social del compadreo.

Distinto es expresarse en la intimidad. En ese ámbito que el expresidente Aznar aprovechaba para hablar en catalán, no es infrecuente que el aburrido lenguaje oficial deje paso a otro empedrado de tacos, muletillas y chistes más o menos tabernarios. Como tampoco lo es que la franqueza coloquial sustituya a las ideas políticamente correctas que suelen expresarse en público.

Más que las palabrotas -tan chocantes en boca de ministro o ministra- lo realmente grave sería que un político fuese palabrón o palabrero, términos que aluden a quienes hablan mucho diciendo nada o, peor aún, tienden a hacer fáciles promesas que luego no cumplen. Pero eso es tan evidente que hasta sobran los micrófonos ocultos.