Entretenidos como estamos en cominerías («procés», enésima crisis de juego del Real Madrid, posibilidad de que la extrema derecha española integrada hasta ahora en el PP encuentre acomodo en Vox, etc.) ha sorprendido la contundencia del informe sobre los efectos del cambio climático que ha elaborado un equipo de científicos patrocinado por la ONU. Según ese informe, las evidencias del cambio ya están a la vista (incremento de la potencia destructiva de fenómenos naturales, subida del nivel del mar, descenso de la masa de hielo en el Ártico) y se hace urgente reducir de forma drástica las emisiones de dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero, con medidas «rápidas, profundas y sin precedentes», de tal forma que el calentamiento global no exceda de los 1,5º grados de aumento máximo que fijó el Acuerdo de París. Pasar de ese límite, y llegar a los 2º, supondría, siempre según los científicos, el anegamiento de amplias zonas costeras, extinción de especies, propagación más rápida de animales y vegetales invasores, incendios forestales arrasadores, desaparición de arrecifes de coral... El mensaje va dirigido a la opinión pública mundial pero de forma más concreta a la clase dirigente en la política y en las finanzas, que es la llamada a instrumentar con carácter de emergencia las medidas. La alarma no es de ahora. Ya durante el mandato de Jimmy Carter, la presidencia de EE UU ordenó la creación de una Comisión Especial para el Estudio del Dióxido de Carbono bajo la dirección del prestigioso meteorólogo Jules Charney. Y sus conclusiones no dejaron lugar a dudas. Desgraciadamente, la opinión de los científicos (como ya alertaba Einstein) fuera de usos militares o comerciales tiene poca influencia en el estamento del poder político y financiero. Después de Carter pasaron por la Casa Blanca Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo, Obama y ahora Trump, y nada de importancia se ha hecho contra el cambio climático. Y lo poco que se hizo, durante la presidencia de Obama, fue desbaratado por el inefable magnate gobernante que ha retirado a su país de los compromisos adquiridos en París. Las perspectivas no son halagüeñas. Entre otras cosas, porque el cambio «drástico y sin precedentes» que propugna la comunidad científica internacional pone en peligro el control político y financiero de las actuales fuentes de energía basadas fundamentalmente en el petróleo, el gas y los combustibles fósiles. Y mientras no se garantice que el cambio no va a afectar a esos poderosos intereses pocos pasos se darán en la buena dirección. A riesgo, claro está, de que la situación quede fuera de control con el consiguiente perjuicio para la especie humana. La arrogante creencia de que el mundo es nuestro no deja de ser una falacia.