La izquierda ha tardado dos años, los del tiempo muerto de Rajoy, en alcanzar un acuerdo sobre lo evidente: la necesidad de sumar votos con el objetivo de iniciar el proceso de revertir el impacto del ajuste económico en la ciudadanía más débil. Todas las discrepancias estratégicas, los maximalismos obstructivos y la cicatería electoralista tuvieron como único efecto arruinar el consenso sobre lo que era elemental y urgente. En lo prolongado de sus desencuentros, PSOE y Podemos se asemejan a aquel personaje de «Amanece que no es poco», la película de culto de José Luis Cuerda que en su dislate tiene mucho de realista que al andar en zigzag conseguía más tiempo para decidir a dónde iba. El acuerdo al que Sánchez e Iglesias pusieron el lazo es apenas un esbozo de lo que el momento requiere. La subida del salario mínimo actúa como un guiño frente a dos décadas de sueldos menguantes, encubiertos con la facilidad del crédito, un marea que al bajar dejó en evidencia la mermada capacidad económica del grueso del pelotón de los asalariados. Las retribuciones decrecientes se agravaron con la precarización brutal asociada a la gran regresión, hasta derivar en lo que no son otra cosa que formas actualizadas de esclavitud, cualquiera en la que el pago por el trabajo no garantice los mínimos vitales. A eso condujo la receta del antes empresario y ahora presidiario Díaz Ferrán con su receta de «trabajar más y cobrar menos» para salir de una crisis que, luego se supo, no era la suya. Más allá de los efectos sobre los ingresos del Estado y la pensiones, el encogimiento salarial empieza a resultar incluso un problema para el sistema por lo que implica de limitación para reactivar el consumo, que todo lo sostiene.