No me hubiera extrañado que el boxeador gráfico Eduardo Arroyo me hubiera propinado un puñetazo durante la entrevista, pero ni este tratamiento facial me hubiera despistado de la fascinación por un combatiente en guerra contra sí mismo. «Nadie se debe acercar demasiado a mí, porque quemo». No guardaba ningún cuadro propio en casa, en el estudio los colocaba de cara a la pared y a menudo me pregunto si también hubiera deseado autoexpulsarse del domicilio, dado que «me veo gritando al teléfono y pienso que llamarán al Samur, porque me como el auricular».

Pinta seres aislados, la pornografía solo la practica en privado, moldeaba la relación entre pintor y modelo con la palabra ´canibalismo´. Un día le dijeron que recordaba a Robert de Niro, se supone que en Toro salvaje. Pensaba en imágenes, como los grandes científicos. Le sorprendí escrutando con humildad un cuadro de Miquel Barceló, cuando creía que nadie miraba. Hurgaba en las claves de un continuador que había desarbolado a sus predecesores, por no hablar de la empatía con «un tipo interesante y culto». Que en Arroyo, claro, suena a insulto.

Antes de morir, el arrollador Arroyo nunca doró una píldora. Le acosaba la urgencia de crearse enemigos descomunales, tales que el Miró «que no ha sabido defenderse de la vanidad exterior». Al Weiwei de las pipas de girasol lo despachaba como «una broma». Es difícil presumir de conocer el siglo XX sin haber leído la Minuta de un testamento del pintor madrileño, donde todos los títeres se quedaban con la cabeza que merecían. Practicaba un dulzura a dentelladas sin azúcar. Llevábamos una hora hablando cuando advertí que todavía no me había pegado, aunque estaba claro que había barajado en más de una ocasión dónde asestar el golpe definitivo. «Antes de conocerme, existe la imagen de que soy antipático y bronco, pero je gagne à être connu».