El 1 de octubre de 1931 Victoria Kent alzó su femenina voz en las Cortes para negar el voto a las mujeres en tanto en cuanto no se empapasen bien del espíritu de la República, intentando así, por suerte sin éxito, postergar a sus propias hermanas este derecho fundamental hasta que, según ella, no probasen su capacidad de lucha, de compromiso con el nuevo orden. Hasta que demostrasen que su furor republicano era equiparable al de los hombres, o lo que es lo mismo, dejasen de exponerse como seres inferiores. ¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les concederá como premio el derecho a votar?, le contestó acertadamente a renglón seguido Clara Campoamor. Ahora, 87 años más tarde, la historia se repite y los políticos sacan brillo al viejo debate sobre quién puede votar y quién no.

El Congreso de los Diputados ha aprobado devolver el derecho de voto a los discapacitados intelectuales o cerebrales, así que la Comisión Constitucional modifica la ley electoral para suprimir el articulado que dejaba fuera del arco democrático a este colectivo de unas 100.000 personas, y les devuelve, ya era hora, el sufragio activo. Este asunto, que no es cuestión baladí, viene avalado por recomendación expresa de la ONU, y se espera que para primeros de diciembre entre en vigor tras superar el resto de cribas legislativas.

Entre risas se acodan en la barra del bar los inteligentes, los que se creen superiores: Pues ahora resulta que los subnormales también votan, dice uno. Mi voto valdrá lo mismo que el de los malitos, los descerebrados, los minusválidos, los tarados y los locos, apunta el que siempre alardea de sinónimos. Imagínate, dice otro, una fila de retrasados haciendo cola cogidos a una cuerda para que no se pierdan por el colegio electoral. Y beben del mismo whisky que hace 87 años escanciaron otros retrógrados, en copas más modernas, pero con bocas igual de hirientes.

Elbert Hubbard (1856-1915), filósofo y ensayista norteamericano, dijo que la democracia tiene un mérito, y es que un miembro del Parlamento no puede ser más incompetente que aquellos que le votaron. Pero Hubbard se equivocaba, pues conozco discapacitados que son más validos que la mayoría de los políticos.

En el corazón de muchos discapacitados late con fuerza y vigencia la sencillez cotidiana del principio de la navaja de Ockham. Su percepción del mundo, aceptada desde la simpleza de su entendimiento, hace que afronten cualquier dilema con una practicidad pasmosa. Valoran lo realmente importante, se guían por lo necesario, distinguen el bien del mal, reeditan la ternura en cada uno de sus actos, cumplen como el que más y, por extraño que parezca, no se mueven entre intereses bastardos y promesas estériles. En eso son un ejemplo, como la película Campeones. Un monumento a la sinceridad implacable, al sentimiento rotundo y a flor de piel, al instinto de reivindicación. Ellos siempre suman, nunca restan, y saben, lo tienen muy presente, que de una decisión acertada o equivocada depende su estabilidad vital, su dignidad humana. Se integran en asociaciones que les completan, luchan por lo que es suyo, reclaman la protección que les corresponde y aportan cuanto pueden. ¿Cómo puede decirse que cuando los discapacitados den señales de vida por la sociedad se les concederá como premio el derecho a votar?, se preguntaría hoy una Campoamor del S. XXI.

Con nuestro voto hemos reavivado los extremos populistas, alimentado el odio fratricida, aumentado la agonía del tercer mundo, ninguneado la escala de valores, esquilmado las reservas naturales, y generado devastadoras crisis económicas. Nosotros solitos hemos agredido con ahínco a la madre tierra, primado el yo sobre el todo, alentado dos guerras mundiales, creado enfermedades de diseño, exterminado especies, abandonado a nuestros mayores o traicionado nuestra memoria. Nosotros hemos sacrificado libertades, deambulado entre lo obsceno y lo grotesco, enterrado el arte y la cultura, malgastado los talentos, olvidado nuestra esencia, encadenado el futuro. Nosotros, y sólo nosotros, hemos dado por buenas leyes injustas, hipotecado las arcas, endiosado la mediocridad, desnortado la rosa de los vientos, obedecido al bulo y a la posverdad. Hemos malvendido la esperanza. Hemos perdido la razón.

Y nosotros somos los listos, claro.