Decía Montaigne «Dejemos que la naturaleza actúe a su aire; ella conoce su oficio mejor que nosotros», y parece que las administraciones con competencia - y perdón por presumirla- en lo que afecta a nuestra ciudad se han abrazado al aforismo y dejan que las cosas vayan por su propio ser. Ejemplos notables los tenemos en los atascos en el acceso y salida del PTA, laboratorio de ideas para que los ciudadanos y empresas se vayan buscando soluciones, como la raíz de un árbol que, cuando encuentra un obstáculo insalvable, termina por zafarse. Seguro que de tantas horas perdidas de coche y tanta mente despierta surgirá al fin la solución científica a la teletransportación o un sistema de calibración que permita lanzar las cabinas de la Noria con llegada a la Tecnópolis, con indemnidad de los ocupantes. Tenemos el Guadalmedina, cuya solución parece pasar por la llegada de una riada sin efectos especiales, aguas a las que se sumarán las lágrimas ante lo impredecible ya predicho. Del saneamiento ni hablemos: confiamos en que la sabia naturaleza dé con la fórmula que convierta el residuo grosero en oro, mientras suena la música de las administraciones asegurando que alguien tendría que haber hecho algo al respecto; posiblemente la naturaleza, tan remolona.

En esta Málaga de retales, en la que las calles pares parecen Beverly Hills y las nones los escombros de un barrio destruido, surge enhiesto un monumento a esa fuerza reparadora: justo al final de la prometida Alameda y entre los disturbios de las obras del que llaman Metro, se alza el antiguo edificio de Correos, punto de encuentro de abandono, mugre, aluminosis y vergüenza, del que es imposible apartar la mirada y cuyo estado, a pregunta de visitantes, sólo cabe justificar como un próximo decorado para una superproducción apocalíptica. ¿Tiene solución? Que se derrumbe. Pero eso, como todo en esta ciudad, lleva su tiempo.