Son aceitunas de Alozaina, aliñadas, partidas, de un verde sosegante. Se ofrecen en plato blanco y redondo, de pequeñas dimensiones. Uno diría que su carnosidad podría ser sensual. Mordisquearlas es gozoso. Dejan un ligero regusto salado que invita a dar el primer trago de vino, vino ligero que no inconsistente, blanco, que transporta al gaznate una alegría como de sábado por la mañana. Es día laborable sin embargo. Martes mortecino. No para los bañistas que nadan o los paseantes que pululan por la cercana arena. Gaviotas. El sol hace horas extra. Palomas traviesas que inclusive se aventuran a mesas cercanas. Se ve a lo lejos un gran crucero, un rascacielos que flota, un contenedor de millonarios, una ciudad movible que hoy por unas horas se funden con la nuestra.

No tarda en llegar el pescado, la ensalada de pimientos, las coquinas. Las coquinas son las pipas de la mar. El camarero es atento. Le falta una hora de sueño para ser pizpireto. No lejos hay una pareja madura, segunda oportunidad, tal vez. Aún en la fase de darse uno al otro de comer. El espetero enciende un cigarro y el humo que exhala parece la espuma de los días de verano, que se esfuman, se van, imposible atraparlos ya, si bien puede uno retener el estío durante un mediodía de chiringuito.

Acecha el mal tiempo, aguarda un antipático cambio de hora. Embozada en la esquina del porvenir está la jornada vespertina de trabajo, la vuelta a la oficina. Móvil al bolsillo por ver si no mirando la hora, la hora se detiene o transcurre más despacio. Llega un grupo de oficinistas. Se levanta algo de viento que convierte a alguna de sus corbatas en cometas sobre el pecho. «Los príncipes gobiernan todas las cosas salvo el viento», decía Víctor Hugo. Los grupos de siete siempre piden mesa para seis. Es como si no supieran contar, como si les avergonzara ese número o ser un número impar, como si decir seis procurara más posibilidades de obtener mesa que diciendo siete. Hay mucha verdad en un boquerón frito. Además de mucho arte y acervo y buen aceite y omegas de esos. Muerde uno el boquerón como muerde la tarde, amputándole un trozo, tragando inclusive la minúscula espina, que no hace daño igual que no hace daño un ápice de irresponsabilidad, el sol que declina, el móvil que pita. Vuela una servilleta. «Un papel al viento es como un pájaro herido de muerte», nos tiene dicho Gómez de la Serna.

Algunos licores digestivos, más que desengrasar el estómago predisponen el cerebro. Un niño alza las manos manchadas de arena. Es triste ver partir un crucero. Se alzan grúas a lo lejos: mitología de nuestro tiempo. Si miras con atención se ve África, dice alguien. Tal vez el rayo de sol que contemplo sea el mismo que a ti en este instante te esté acariciando.