La coordinación entre un estímulo y el hallazgo de las palabras apropiadas para expresar una reacción a él en el momento oportuno es una habilidad envidiable. Digo esto al hilo de un encuentro callejero, tan cordial como fugaz, con quien fue mi profesor de literatura en 1º de BUP y en el que me faltó tal coordinación. Tal vez un semáforo no fuera el lugar más propicio para una conversación de esa índole, pero al despedirnos me pregunté hasta qué punto nuestros maestros son conscientes del legado que siembran y de la repercusión que tienen sus enseñanzas en las vidas de los alumnos. Puede que el inusual porcentaje de lectores empedernidos que procede de los pupitres de nuestra promoción sea una mera curiosidad estadística, aunque lo dudo al recordar que la conversación de unos adolescentes de 15 años durante el recreo estuviera acaparada por las andanzas del Pijoaparte por los barrios de Barcelona o las consignas del Ministerio de la Verdad (¿Seguirán los alumnos de don José Jiménez leyendo Últimas tardes con Teresa y 1984?), por lo tanto hay que atribuirlo al buen hacer de un docente entusiasta.

Los recuerdos de aquellos años se desdibujan en la lejanía, sin embargo siento como si fuera ayer la urgencia con la que busqué en mi diccionario la palabra oblongo, tras entrar junto a Winston Smith en «un vestíbulo que olía a legumbres cocidas y esteras viejas», contrariado por tener que interrumpir la emocionante lectura. La emoción ha permanecido intacta desde «aquel día frío y luminoso de abril» y enriquecida por unos cientos más de libros repartidos a lo largo de varias décadas; de modo que, en caso de que tampoco encuentre las palabras apropiadas la próxima vez que nos crucemos: gracias, Pepe Jiménez. En mi nombre y en el de mis compañeros del curso del 83.