Los políticos tropiezan con las palabras. Algunas son como piedras en las que reincide la torpeza de su lenguaje. Les ocurre más cuando ponen pie verbal sobre Andalucía. La última ha sido una señora de título comprobado, y unos cuantos ministerios en la cartera. Se llama Elena García Tejerina y es una mujer popular entre los suyos. Valladolid la vieja capital de la pureza lingüística del castellano es su cuna, y tal vez por ese ADN del siglo XVI ha cotejado a la baja los conocimientos de los niños andaluces con respecto a la brillantez de los de su Castilla. Su comparación ha sido de nuevo un agravio sin quererlo. Lo mismo que cuando Ana Mato tomó la voz por su mismo partido y sentenció que los niños andaluces son prácticamente analfabetos. También lo pensó en alto Rafael Hernando al afirmar que había que sacar a Andalucía del pelotón de los torpes. Pero lo peor de este desprecio hacia la infancia escolar de mi tierra es que los másteres del PP siguen pensando lo mismo cuando los escolares del sur llegan a adultos y resulta, según dijeron de la ministra Magdalena Álvarez, que tienen un acento como de chiste.

No soy nacionalista de identidad ni de territorio. He dejado claro muchas veces que desciendo de moriscos conversos y de sefardíes en el exilio, nacido de Lorca y de Baudelaire, andaluz de Homero y de Stevenson, de Platón y de Cezanne, de Picasso y de John Ford, de Macondo y de Labuan. Igual que en las venas de mi voz corren la herencia de pescadores de Alborán, la de armadores malteses, la de mineros de Alquife, la de fusilados sin tumba, la de obreros anarquistas y la de cantarle al agua de la vida y a su Omega por Camarón y Morente.

Tampoco voy a desempolvar las estadísticas PISA sobre comunidades y educación. Mucho menos en esta sociedad de las redes del grito, de la frivolidad y del eslogan, en la que se festeja -yo también- el reconocimiento a la Filosofía como materia de conocimiento pero olvidamos, como señala el colega Arias Maldonado, que la Historia no ha desaparecido del sistema y seguimos sin sabérnosla. Entre otras cosas porque la mayoría prefiere leerla en best sellers antes que aprenderla con rigor, matices y a fondo.

Lo que quiero defender es que las palabras no son inocentes. La conveniencia de instruir en su correcta elección para no equivocar sus significados ni errar en la perfección de su manejo conciso, fluido, comprensible. Igualmente hay que saber engastarlas con precisión en el conjunto con otras en función del mensaje que se desea transferir y contagiar. Porque muchas veces no es con las palabras con lo que tropieza la gente, si no que lo hacen con la manera en la que las ha pensado. Sucede mucho con los discursos políticos, adocenados en el disparo al contrario y en las promesas sin orillas. También en la prensa donde hace tiempo que se escribe sin exigir brillantez de literatura de periódico ni ideas claras de lo que se quiere difundir, sin dejar en sombra desde dónde se mira y qué se quiere contar. Hay muchos ejemplos. El de las prostitutas que acusan a la Junta de Andalucía de condenarlas a la clandestinidad. El del los cinco vídeos con los que el Gobierno vasco enseña la Historia de ETA en los colegios, y el que entrecomilla la noticia con que Ken Robinson afirma que bailar en la escuela es tan importante como las matemáticas. Titulares en los que a las palabras no se les ha lavado la arena -igual que a las coquinas de Huelva- ni se ha tenido en cuenta el anisakis ideológico que conllevan o el equívoco en el que se convierten. Hace falta adentrarse en el lenguaje interior de estas noticias para descubrir la trascendencia de matices y los auténticos argumentos desde los que se han escogido, sin plano ni plomada, las palabras que tergiversan el mensaje. Como decía Aristóteles al principio de su Política, las palabras sirven para lo justo y para lo injusto, para lo conveniente y para lo que no lo es.

El lenguaje es heterodoxo. Su raíces son históricas y su riqueza polifónica. Como dijo hace poco García Montero, en un recital en el Instituto Cervantes de Bruselas en varios idiomas, hay que respetar las lenguas maternas donde hemos aprendido a decir «soy yo, nosotros y nosotras». Las palabras son la raíz de la convivencia social y el resultado de la combinación entre la educación intelectual y la experiencia perceptiva que cada uno tiene de la relación entre la idea y la imagen acústica de cada palabra. Mamá, casa, árbol no son la misma representación en el campo de imaginación de un niño que de otro. Lo mismo que el término fascista no tiene el mismo significado para los independentistas de tres municipios de Bages que colocan carteles en sus calles arengando «Señalémoslos. El fascismo avanza si no se le combate» que para los vecinos cuya fotografía es la que se acusa con recompensa de patriotismo.

Los principios morales que conocemos y las Humanidades de las que procede nuestra cultura desaparecen, a manos de la idiocia que padecemos y la mercantilización de casi todo, sin demasiada resistencia por nuestra parte. Hace poco Darío Villanueva, presidente de la RAE, señalaba que lo que antes nos encandilaba, nos apasionaba o nos enamoraba, ahora simplemente nos mola. Lamentable teniendo en cuenta la riqueza de matices verbales de nuestro lenguaje, unas veces supeditado como señalaba Villanueva a palabras comodín que sirven para un roto o para un descosido, y otras sustituidas por emoticonos que nunca expresarán la complejidad de una emoción. Desde la aceptación de este empobrecedor presente es trascendental que el sistema educativo, los medios de comunicación y la literatura reivindiquen y transmitan la riqueza documental de los diccionarios junto con el oído de la vida. Lo mismo que la sociedad valore que reflexionar y entender las palabras es prioritario para la credibilidad de lo que se dice, y el punto de encuentro entre las preguntas, el conocimiento y la comunicación. No puede ser el lenguaje una frontera impermeable, un mecanismo de violencia ni una identidad de pureza contra el otro. Tampoco un mero juego de estilo estético sin fondo de alma. El lenguaje es una forma de convencimiento. Y la puerta de entrada como de salida entre la realidad y la imaginación, que son dos maneras de contar el mundo desde el habla que contiene el espíritu del hombre, y su capacidad de seducción.

Es necesario esforzarse en escribirlas con cultura, inteligencia, sensibilidad, con ambición y bondad a la vez. Como Miguel Delibes que se las llevaba de campo para enseñarles a mirar la grandeza de las cosas sencillas. Igual que Alberti que las convertía en ángeles rebeldes, en un oleaje de azul y blanco. O que Borges conjurándolas como dones desde el aleph de las enciclopedias y enseñándonos que podían ser espejo y máscara. Lo mismo que Cortázar que hizo de ellas armas secretas, grafitis, un tango de vuelta; que Faulkner que les dio ruido y furia e hizo de Yoknapatawpha un tatuaje del sur y su temperatura. Qué decir de Cervantes que les inquirió polifonía, espontaneidad y verosimilitud.

De Juan Ramón Jiménez que hizo de su perfección lírica una forma de humanismo. O de Umbral que forzó a los

adjetivos a mostrar sus demonios y el placer de su intimidad. Mucho le debemos a Quevedo por la polisemia del divertimento y de la estocada. A Proust por la ensoñación y el detalle del lenguaje de lo particular. Es una riqueza tener el alma del mediterráneo y la épica de su poesía en Aurora Luque; el lenguaje como cuerpo y como conciencia de Virginia Woolf; las palabras descalzas de la infancia con las que jugó a sobrevivir Ana María Matute. O la desnuda sencilla con las que nos conmovió Machado.

Cada uno de estos legados nos permite volver a convertir el periodismo en una forma de urbanizar la realidad, y a la literatura en la posibilidad de expresar nuevas formas de sentir y de reconstruir los fragmentos de lo que somos. Pero sobre todo, pensar el lenguaje nos ayudará a la urgente necesidad que tenemos de crear palabras con las que darnos la mano.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es