El sábado por la tarde volví a ser mi madre, mirando al Estrecho para ver qué nubes venían, una suerte de meteorología arcaica que marca olores y formas para predecir si hay que recoger los trapos o no, y no vi nada. Supongo que me falta el máster en desbordamientos del Guadalmedina que tiene ella - huella genética que perdura en los miedos al primer trueno, que suena a devastación y marca del barro en la pared, a la altura de la cómoda que andaba flotando por la casa de Doña Tito - porque no vi nada y me alegré. Demasiado pronto.

La noche abrió Twitter rompiendo las marcas que antes se hacían para señalar las crecidas. El «Hasta aquí llegó» se iba rompiendo cada 280 caracteres, trascendiendo que esta agua era excepcional. Campillos, Ardales, El Burgo, Yunquera, Antequera, con amigos o sin ellos, por la exigible solidaridad que da la desgracia, iban dando imágenes y cifras fuera de todo pronóstico. Las imágenes, el teléfono cuando se pudo, el consuelo de que sólo hubiera sido lo material, hasta el primer caído, innominado, teniendo bomberos en la casa. La devastación.

Parece que fue hace demasiado tiempo. He leído que se han abierto cuentas para que los particulares ayudemos a las víctimas, y he visto como sale solidaridad y agua, que es consuelo. Seguro que las administraciones - ¡sólo eso faltaría - abren planes especiales, tramitan ayudas y hacen horas extras. Pero echo de menos esa ayuda entre iguales, la mano en el hombro, tieso con tieso, dando un poquito de calor. Igual es que la ayuda la hemos subcontratado con lo público, que se ocupen ellos, fiándolo todo a un nosotros y ellos cada vez más distantes. No echo de menos una visita del Rey, que tampoco sobra: echo de menos a la sociedad civil, esa que dicen que existe, posiblemente, entre locales cedidos y capillas.