Tengo una costumbre: no conocer en persona a quien admiro por lo que hace. Sobre todo, si sus libros, canciones o jugadas de fútbol me gustan mucho. Este hábito huidizo lo practico para que la persona admirada no me impida disfrutar de lo que admiro de ella. Alguna vez que he conocido a alguien así (no voy a decir nombres), casi siempre ha resultado tener el ego inflado, el hastío por bandera o la bordería como carta de presentación. Ya sé que igual he tenido mala suerte, pero qué le vamos a hacer, es lo que me ha tocado. Tengo admirafobia. O espero mucho de quien, al fin y al cabo, es alguien más. El caso es que cuando he tenido ocasión de conocer a Rafael Sánchez Ferlosio o Isco, a Ana María Matute o a Neneh Cherry, me he plantado y he dicho aquello de no, gracias. Seguro que son -o era, en el caso de la autora de Olvidado rey Gudú- excelentes personas, pero me encanta lo que hacen y no quiero que un mal día me estropee los buenos ratos que me dan. Soy un fan egoistón y tímido.

Con Rockberto, el cantante de Tabletom, me pasaba eso. Considero a su grupo una de las bandas más grandes que ha dado el rock en los últimos tiempos; si unes la música que hacían a la sinceridad auténtica de su trayectoria, a sus letras insuperables (muchas obra de Juan Miguel González, otra persona a la que estoy deseando no conocer), resulta una admiración atemporal, que crece en mí con los años. Me parece increíble que nadie haya seguido la estela que marcó Tabletom, aunque si miras el panorama musical malagueño y lo comparas, por ejemplo, con el de Granada, entiendes que pase esto. Creo que hay motivos que lo explican, pero mejor lo dejamos para otro artículo.

El caso es que con Rockberto me crucé tres veces en mi vida. La primera fue hace muchos años, cuando hacía el fanzine Malacara con mis amigos Christian y Amaro y le dedicamos un artículo a una obra de teatro, Speedball Station, de la escritora y dramaturga Angélica Gómez. Resultó que Rockberto, los de Tabletom y los de la Lito Blues Band musicaban en directo el montaje; como Rafa García (teatrero y malacarista devoto) trabajaba en este, nos dio la oportunidad de ir un día a la sala Cánovas para hablar con ellos. Estuvieron simpáticos, nada divos. Yo, por si acaso, me mantuve en un discreto tercer plano. Eso sí, disfruté como un niño.

La segunda ocasión transcurrió en una cooperativa artística de la que era socio, Humus. Rockberto llegó allí a tocar con Guy y Darko (que tenían en la sede de la cooperativa su estudio de grabación, Balkanada). Allí charlamos algo, buenas tardes, qué tal y poco más. Lo más duradero de su estancia fue que le rayó sin querer a Darko una de sus preciosas guitarras acústicas. El caso es que aquella vez sí que lo tuve cerca, y eso me obligó a atrincherarme en una de las oficinas para no conversar con él.

La tercera oportunidad fue tan rara como inesperada. Rockberto estaba en un escalón de uno de los portales de Madre de Dios, trasegándose una litrona. Pasaba a su lado cuando me dijo:

-Yo te conozco de algo, ¿verdad?

-Soy amigo de Rafa y Angie.

-De eso va a ser, sí. Tengo buena memoria para el pasado. Ojalá la tuviera también para el futuro. Molaría acordarse de lo que nos va a pasar.

-Ya te digo. Aunque de ese modo el tiempo sería circular, no sabríamos si recordamos lo que vivimos o lo que vamos a vivir.

-¡Muerde el rollo! Un carrusel temporal.

La conversación siguió por esos derroteros filosófico-callejeros; quien haya vivido estas situaciones entiende la naturalidad con que surgen y se desarrollan. Fueron unos minutos en los que se me olvidó que hablaba con Rockberto y conversé con Roberto. Fue estupendo y anoté mentalmente que, junto a Dámaso Alonso, Rockberto era una de las pocas personas a las que admiraba y me había atrevido a que me cayeran bien.

Gracias, amigo, por tantas cosas. Y que viva la KGB.