Se alimenta la ficción de que la actualidad viene impuesta por factores externos, cuando funciona como una construcción afiligranada de fabricación humana. La ocupación absoluta de la actualidad susodicha por el asesinato de Jamal Khashoggi era imprevisible, y por ello tan artificial como un puente. Al final, decide la sabiduría de las multitudes que los pecadores llaman populismo, por mucho que los gurús insistan en la fuerza irresistible de los acontecimientos.

Arabia Saudí ofreció argumentos previos para copar la actualidad, pero el ambiente no estaba preparado. Todavía hoy sorprende leer que quince de los 19 secuestradores suicidas de los aviones del 11S neoyorquino eran ciudadanos saudíes. A todos los efectos del derecho internacional, y sin llegar a los excesos de Llarena en la calificación del golpismo, se trata de una invasión bélica a cargo de una potencia extranjera.

El evidente acto de guerra de Arabia, con injertos de un Egipto que también es socio preferente de Estados Unidos, se saldó en el no tan lejano 2001 con la invasión de Afganistán. Y más adelante con la liberación a muerte de Irak, por si el mensaje despistado de la familia Bush no quedaba claro. A quienes duden razonablemente de la paternidad saudí del mayor atentado contra Occidente de la historia, basta recordarles que también Osama bin Laden portaba aquel pasaporte, aunque hubiera abominado públicamente de la dinastía infiel de Ibn Saud. Pues bien, la Casa Blanca abrió los cielos cerrados al transporte aéreo por aquellas fechas, para que los familiares del terrorista más famoso de todos los tiempos pudieran regresar a su refugio en Asia sin estorbos..

Ni siquiera el petróleo justifica el poder de los autócratas saudíes para escapar a una elemental demanda de responsabilidades. La mención al 11S era necesaria, porque el país asiático vive el mayor desastre reputacional desde aquellas fechas. Con la diferencia de que al fin ha perdido la impunidad, otra vez los caprichos de la actualidad. El descuartizamiento in vivo de Jamal Khashoggi ha obligado a Occidente a parar los pies del príncipe Mohamed Bin Salman, MBS, antes de que se convirtiera en un nuevo Gadafi. Se escoge deliberadamente al libio en lugar del iraquí Sadam, por la componente operática que el presumible heredero impone a sus actos de barbarie.

Nadie acusará a MBS de discreción. Integró en la expedición criminal, montada desde el palacio para ejecutar a Kashoggui, a un médico forense que ha presumido en entrevistas de que podía desmembrar un cadáver en trozos manejables en tiempo record. Esta proclamación de intenciones se complementa con la famosa sierra de huesos, habitual en quienes contratan el viaje turístico a Estambul que pretendía el gobierno saudí como ridícula coartada. La exhibición sangrienta del príncipe apunta a la voluntad de un escarmiento, que acallara a los disidentes y obligara al planeta entero a agachar la cabeza. Cómo evitar la comparación con el asesinato estatal de la periodista Anna Politkovskaya, fijado el día del cumpleaños de Vladimir Putin. En un acto incruento, estos despliegues encajan en la entrega de los ordenadores solicitados por un juez a un partido político, pero destrozados previamente a martillazos. No sabe usted a quién está juzgando..

Arabia no pretendía castigar a Khashoggi, sino que el mundo lo viera. Extraño comportamiento de un país que había presumido de reciclar a los terroristas de Al Qaeda, invirtiendo cantidades mayúsculas para reintegrarlos en la sociedad. Tampoco puede acusarse a MBS de temerario, porque disponía de precedentes sobrados de la entrega de Occidente a sus intereses. Por ejemplo, cuando secuestró en Riad al primer ministro del Líbano, una acción criminal a la altura de la liquidación de un disidente. Ni siquiera el afectado, Saad Hariri, se atrevió a denunciar las condiciones de su detención.

Un examen superficial de las conexiones planetarias de Arabia Saudí, con intermediarios tan acreditados como Juan Carlos de Borbón, bastará para concluir que el asesinato de un periodista no impedirá la continuidad del negocio. Donald Trump le compró su yate a Adnan Khashoggi, el traficante de armas y tío del periodista asesinado, además de amigo muy cordial del rey emérito. Y otro príncipe saudí, Alwaleed, le recompró el yate y el hotel Plaza al presidente estadounidense en quiebra. Jared Kushner, yerno del magnate de la Casa Blanca, es un gran amigo de MBS. Por tanto, el crimen desaparecerá de la actualidad, mientras los teóricos se preguntan cómo fabricarla. Esta fórmula vale por todas las reservas petrolíferas del coloso de la península arábiga. A saber 270.000.000.000 de barriles.