Volar como azafata, porque ser mujer que trabajaba era subir al cielo, y estudiar latín para conquistar las declinaciones del lenguaje. Eran su sueño de niña de los sesenta. Lo ha contado en algunas entrevistas una mujer grande que lleva décadas viviendo entre dos vientos: el de la voz de la memoria, y el de la voz de las mujeres. Uno de levante con el que prórroga sus siestas de verano, igual que si fuesen una lectura interior de sí misma y del pasado que siempre tiene penumbra de visillos blancos. Otro de poniente con el que le gusta nadar en esa página azul entre dos temperaturas y donde cada uno tiene una frontera en la que darse la vuelta. Ella lo sabe desde que su madre la indujo a estudiar geografía, sin imaginar que en su caso sería la de un mapa de la guerra que hizo que cada uno fuese su brújula hacia el norte de la supervivencia. Y sobre todo cuando descubrió que escribir es como atravesar un espejo. El oficio que ejerce con hondura y fuerza; de cabecera Tolstoi «mejor limpio que brillante»; de fondo, a fuego lento, los adjetivos y la memoria como sujeto, en su salsa de ternura y chipirones; y frente a la mirada, para cuando ha de buscar una frase que se cansa de no ser o ese silencio que colma de luz, un árbol del sur en cuyo corazón duerme la savia de una antigua filosofía. Del olivo de tronco nudoso, retorcido y cuerpo cicatrizado en dureza seca, decía mi abuelo que era la dignidad republicana en su resistencia de silencio y peana firme.

A estas alturas del tango, imagino que ya conocen o intuyen de qué escritora les cuento este atlas de admiración y afecto. Almudena Grandes es su nombre, y acaban de darle el Premio Nacional de Narrativa por su última novela Los pacientes del doctor García, cuarto volumen de los Episodios de una Guerra Interminable con ecos de homenaje a Galdós y la sombra honesta de su abuelo Manolo curtido frente a las medidas de peso de la adversidad. La enciclopedia de la memoria y la república femenina con vientre de tierra que inició en 2010 con Inés y la alegría, a la que le fueron creciendo ramas como El lector de Julio Verne, Las tres bodas de Manolita y esta última con historias dentro de la historia, bosques de Estonia junto a invisibles exilios argentinos de nazis criminales, y excelente pulso dialogado entre Juan Negrín y Clara Stauffer, jefa del espionaje. Su protagonista es un médico de las primeras transfusiones de sangre de las que fue pionero Norman Bethune. El canadiense que innovó la cirugía torácica, puso en marcha la primera unidad móvil en batalla para esas transfusiones, y a cuya casa paterna de Gravenhurst acuden los turistas chinos para fotografiarse junto al héroe del 89 Ejército Popular de Mao. En cambio en Málaga, donde salvó a muchas personas reventadas por metralla fascista en la carretera de Almería de un rojo febrero de 1937, apenas tiene un paseo canadiense junto al Peñón del Cuervo. Cosa de los políticos que, como dice Almudena Grandes, van muy por detrás de la sociedad civil. También de los lectores que hacen cola en espera de que presente y firme La madre de Frankenstein, de la que lleva puestas en pie 80 páginas contando la historia de Aurora Rodríguez Carballeira, madre de la niña experimento científico Hildegart y a la que acabó asesinando. Y Mariano en el Bidasoa, con la que abrochará su revisión de la hermandad rota de España en una guerra a la que aprendió a preguntarle cuando leyó Los hijos muertos de Ana María Matute. No pensó entonces la lectora precoz que se buscaría los besos del pan en la editorial Anaya, a 800 pesetas el folio sobre fotografía y lo que le pusiesen encima de un día para otro, que el preciso equilibrio entre lo imaginado y la lealtad histórica, entre la verdad y la ficción, sería la verosimilitud de sus novelas. Eso, y el inconformismo contra la derrota sin resplandor de su coraje, el olvido impuesto, y los modelos de mujer cuya fuerza en la batalla y en la paz es la raíz de la libertad, del progreso y de la naturaleza de la vida.

Esa dignidad es la que la ha convertido merecidamente en la séptima mujer, entre sesenta y ocho hombres desde 1924, en conseguir este Premio Nacional de Narrativa -ya era hora de ambas cosas- escribiendo sobre una España en la que «hasta hace treinta años, los hijos heredaban la pobreza, pero también la dignidad de sus padres, una manera de ser pobres sin sentirse humillados, sin dejar de ser dignos ni de luchar por el futuro». Uno de los principales latidos de estos Episodios de Grandes que tienen su esencia en una frase de su libro El corazón helado: «No tengas miedo de las ideas, Julio, porque los hombres sin ideas no son hombres del todo». Claro lo tienen igualmente sus heroínas de papel y hueso, de carne y tinta, como aquella Lulú transgresora del sexo, a la que tejió de cinco a ocho de la mañana contra la asfixia de una hipoteca. Lo mismo que Sara Gómez de Los aires difíciles, María José Sánchez de Castillo de cartón o Manuela de Te llamaré viernes. Radiografías de ayer, con resaca de hoy, con lenguaje veraz acerca de la búsqueda de una identidad al margen de una sociedad cerrada y sin referentes para las mujeres de la Transición. Frutos de su comprometida mirada social a la realidad y de su propio espíritu curtido en pelear desde la ética, la épica de la pérdida y el esfuerzo labrado. Los puntos en común con el Atlético de Madrid con el que Almudena Grandes agrava más su voz de Malena y bandoneón, y en apenas un segundo de revolución pasa del lirismo del zureo de mirlos y jilgueros al coraje y corazón noble del sufrido minuto 93. Uno de los rasgos de humanidad y carácter de una autora que en 1997 también fue la primera mujer en recibir el prestigioso Rossone d’Oro que antes premió a Alberto Moravia o a Ernesto Sábato.

No son los galardones lo que más le importa a quien gusta de madrugar entre los aromas y voces del mercado; dejándose tentar por los lomos de atún y ese espíritu hedonista del sur que comparte con su marido Luis García Montero desde que se enamoraron completamente viernes en un encuentro de letras y humo, de nocturnidad de ángel con madrugada González, bajo la mirada de su cómplice Eduardo Mendicutti. La recuerdo en Málaga, a dónde Alfredo Taján y yo la habíamos invitado al encuentro literario Hermosos y Malditos. Narrativa en sociedad a principios de aquellos noventa en los que se pagaba la gestión cultural, contándonos sobre el amor a un poeta dormido en un sofá. Hemos coincidido en ocasiones alrededor de un mundo literario del que a ninguno nos gusta el egocentrismo ni la celosa rivalidad. Ambos preferimos, cada cual desde su trinchera, el barrio de su identidad reconociéndose en sus tenderos y en el sabor del agua de grifo. También en los auténticos amigos como a los que ella gobierna con afecto de madona alrededor de su mesa, en la que cada verano desembarcan esperando sus croquetas de jamón y las sobremesas de su voz de jazz. Escritora, periodista, anfitriona y currante dentro y fuera, movilizándose con argumentos al alcance del diálogo contra las injusticias, las violencias, las palabras repetidas de los políticos y las amenazas a la libertad de expresión. O en defensa de las espinas de la verdad, del valor de la emoción o de la vida, otra vez. No hay tema sobre el que ella no se trabaje una conversación comensal o una columna con la misma humildad y convencimiento que pone en tener fértil su huerto gaditano de dos bancales; su dominio en cocinar la textura de la tortilla de patatas que pierde a su marido de difícil gastronomía.

Siempre la he admirado por su franqueza independiente, por su manera de habitar la memoria y sanear sus sombras. Por escribir sin red como «una toma de partido ideológico sobre la realidad». La vocación que comparto con esta escritora grande en literatura, y sabina en su espíritu de sal y hierbabuena.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es