Entre ellos había un negro. Hay quienes, en estos casos, prefieren usar la expresión persona de color. Pero a mí ese giro me resulta impreciso. Todos somos de color, qué diablos. En cualquier caso, por conciliar, podríamos decir que sí, que allí había una persona de color, pero de color negro. La semana pasada, la facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la UMA reconocía el meritorio esfuerzo de los mejores alumnos de sus grados en un encuentro con los responsables de algunas entidades bancarias y en el marco de la recién inaugurada Aula de Liderazgo Empresarial. Yo no estaba allí. A mí la noticia me llega por la prensa local. Pero el caso es que, como les iba contando, en la foto de familia de los homenajeados que ilustraba la noticia, pude distinguir a un negro. Y que yo me fije en ello, no se equivoquen, no trae causa en mi estupor ni en mi sorpresa, sino en mi alegría. Alegría porque, verdaderamente, muy poco a poco, se comienza a normalizar el tema de la integración en todos los aspectos de la vida social. Los niños saben de esto más que nosotros. Me encantó, hace ya unos años, cuando uno de mis hijos me refería a una de sus compañeras de clase y, al preguntarle yo cómo era ella, me habló de su carácter, de lo que le gustaba, de su altura, de su actitud en clase, de su pelo y de los juegos que prefería. Pero no me dijo que era negra. No le dio importancia. Ellos, los pequeños, no echan cuentas a la cuestión racial: la tienen incorporada de manera sana y natural a sus días. Nuestra generación, por el contrario, aún la sigue trabajando. Todavía subsisten demasiados reductos que ligan la raza negra a los deportistas de élite, que aquí ni olemos, o bien al top manta, un prejuicio histórico que las generaciones venideras, como les digo, van difuminando. España, no nos equivoquemos, aún camina a años luz de abanderar una verdadera integración social y racial. Hablamos sin problemas de la globalización cultural, económica, tecnológica y comercial, pero para las relaciones personales con los que son diferentes preferimos el Skype, no vaya a ser que nos toquen. Los Estados Unidos de América, a pesar de llevar sobre sus hombros la impronta que el racismo estampó a fuego durante los años que conforman la historia de su nación, a pesar de ser, hoy por hoy, el trono de Trump y de la más recalcitrante y excluyente ideología política, cuentan en su haber y en su historia con un presidente negro. En Londres, cuna del imperio británico, hay mujeres con velo. También las hay aquí, dirán ustedes. Pero la cosa es que allí nos las encontramos trabajando en McDonald´s y en Primark, por ejemplo. Eso, en España, no sólo no se ve sino que, si se viera, extrañaría. Porque la integración que aquí entendemos, en el mejor de los casos, es la de cada uno en su sitio. No nos sorprendería que la mujer del velo se dedicara al mundo del shawarma o del té, pero nos chocaría verla trabajando en Zara, o en un banco, o en la Administración. Ya ven. Hasta ahora, como diría San Francisco de Asís, poco o nada hemos hecho. Y ello a pesar de ser centro neurálgico de confluencia de civilizaciones a lo largo de la historia del Mediterráneo. A pesar de protagonizar referencias como la de la Escuela de Toledo, donde la tolerancia de los reyes castellanos cristianos con musulmanes y judíos facilitó el renacimiento del saber filosófico, científico y teológico. Sin embargo, a día de hoy, lejos estamos de aquello. A lo sumo, nos movemos a niveles de escaparate y de postureo. Lejos estamos aún de que la integración racial alcance los puestos de reconocimiento de la escala social. Por eso, fotografías como las que les comento me llenan de ilusión y de esperanza. Esperanza por la instauración real del artículo 14 de la Constitución en nuestra España. Esperanza porque de verdad prevalezca la no discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión o cualquier otra opinión o circunstancia de carácter personal o social. ¿Para cuándo una mujer en la presidencia del gobierno? Estamos lejos. ¿Y un gitano o un negro? Mucho más.