Los primeros días de frío en esta ciudad se antojan como una especial ceremonia para oficiar la partida de nuestro generoso verano; un largo estío que habita en Málaga tal como los finlandeses lo hacen en Fuengirola. Con la bajada de las temperaturas, advertimos el gélido semblante que puede tener un paraíso. Entre tanto, una vez liberado el vestuario de invierno, vamos siendo cada vez más conscientes del paso de las estaciones por nuestras vidas y de todo lo que ello supone.

Hace apenas unos días, despidiendo a una extraordinaria mujer, Ana María Luque, inmerso entre el duelo y la nostalgia, con un entrañable amigo, Emilio Pérez Jiménez, - de esos aliados convertido en cómplice leal y con el paso de la existencia en baluarte del alma- comentábamos, en una tertulia sobria pero esperanzada, el recuerdo de la intensa semblanza de Ana María, circunscrita siempre a una admirable labor: generar e irradiar su gran bondad. Su dulzura. Obviamente, el tema central de la charla fue el tránsito, sus repercusiones emocionales y la aceptación del mismo como algo connatural.

El vecino escritor Iván Turguéniev nos apunta que la muerte es una vieja historia y, sin embargo, siempre resulta nueva para alguien. En vísperas del Día de Todos los Santos y su posterior jornada complementaria, la Conmemoración de los Fieles Difuntos - tradición muy arraigada desde hace siglos en Andalucía- , los pueblos de la provincia de Málaga, aferrándose a su acervo cultural, se preparan para realizar la visita a los cementerios, endulzando el recuerdo de sus finados con una exquisita y secular repostería: huesos de santo, buñuelos de viento, pestiños, batatas, tostón de castañas€Festividades éstas, ajenas a las corrientes modernas y consumistas, donde la nostalgia lo estrecha todo en un marco muy personal e íntimo. Gracias Ana María. Hasta siempre.