Si viajas al norte a jugar un partido de fútbol, lo mínimo es que te reciban con barro, frío, lluvia y segundas jugadas. Es casi una cuestión de cortesía y debería ser norma. Plantarte en Mendizorroza en el balcón de noviembre y encontrarte con sol, manga corta y ronditos sería como ser español y marcharte de Erasmus a Italia, pero sin italianas. Para eso te quedas en casa. Para eso ya estabas bien donde estabas.

La semana pasada, el partido del lunes acabó 0-0. Pocas veces la vida ofrece momentos de una coherencia tan absoluta y desgraciada. En cuanto llueve un poco, siento un impulso en mi interior que desea que se suspenda la jornada. A menudo ni siquiera hace falta que llueva, con la amenaza de tormenta me basta. Ya me pasaba cuando jugaba. Ya me pasaba cuando entrenaba. Me sigue pasando ahora si voy de espectador o a teclear la crónica. Al final te haces el ánimo, pero en la previa fantaseo siempre con agua infinita, reuniones en el pasillo de vestuarios y un «ya jugaremos cualquier día entre semana». Si el partido no se juega, las consecuencias se aplazan, y yo soy alérgico a las consecuencias. Mientras no juegues, la derrota es solo una posibilidad, no aún una realidad irreversible y aciaga.

Uno siempre llega a un campo de fútbol en un natural estado de alerta. Luego encuentras tu asiento y al menos un poco te relajas. Hasta que empieza el partido, claro. El fútbol es igual que los aeropuertos. Las banderas que nadie mira y la gente difusa y extraña. Sabes cuándo y cómo llegas, pero no cómo y cuándo te vas. Por si acaso el banquillo visitante es siempre el más alejado de los vestuarios. Por si acaso nunca aparques dejando el coche de espaldas.

Antes de un partido o a bordo de un avión, lo mejor es leer una secuencia de aforismos de Cioran. «Lo maravilloso de esta vida es que cada día nos aporta una nueva razón para desaparecer». «Lo que sé arruina lo que deseo». Te deprimirás tanto que pensarás, oye, si nos meten cinco, nos tocan la cara o se cae el avión, pues tampoco pasa nada.

Si la exigencia de la vida no se aplaza por la lluvia, al menos que nos dejen llevar debajo de la ropa el pijama. Hace unos días ocurrió un milagro. A través de mi hija pude cumplir uno de los sueños de la infancia. Me contó que llegó una profesora al cole y les dijo que se suspendían las clases por la gota fría, «hoy y mañana». Lo celebraron allí como correspondía, por todo lo alto, con un grito colectivo y pelado. Lo celebramos en casa también con sesiones de películas y palomitas. El fútbol regional tendrá que recuperar la jornada. Siempre hacía frío y siempre pasaban cosas raras en los partidos entre semana.

La rutina es para un equipo otro automatismo a trabajar: un espacio de seguridad en el que cobijarte en caso de duda.

Los equipos campeones se forjan más por la repetición que por la inspiración. Pero para que existan y funcionen la rutina, la norma y el rodillo habitual se necesita de vez en cuando saber adaptarte a la excepción: la gota fría y cenar palomitas de maíz, un Erasmus en Suecia o un campo embarrado de tribuna metálica, vaho en los cristales de las cabinas y acústica superior en las gradas.

Llueve en Vitoria. Como Dios manda. Lo miro por la ventana.