La idea de que los que han muerto tengan una segunda vida en el recuerdo de los vivos es bastante razonable. A fin de cuentas estando vivos hacemos la mayor parte de esa vida en la memoria, que nace de modo incesante tras los sucesos, y al acumularse a la espalda nos sostiene y explica. Esto no le sucede sólo a cada uno respecto de si mismo, pues una persona es, sobre todo, lo que los otros ven de ella, formado de modo principal por lo que han visto, o sea, por la memoria que tengan de la persona en cuestión. De esta manera, hechos como estamos más que nada de memoria, lo que diferencia a un vivo de un muerto es la presencia o no en el presente. Por eso el culto a las personas de las que cada uno guarda memoria no es sólo un modo de proporcionarles esa segunda vida, algo ya de por sí prodigioso, sino de mantener habitable y habitado el mundo de los recuerdos, por la cuenta que nos tiene.