Más partidario de Sancho Panza que de Don Quijote, el Gobierno acaba de confirmar que seguirá vendiendo todo tipo de ferretería bélica a Arabia Saudí y, se sobreentiende, a cualquier país que pague en cash. Pedro Sánchez, que presume de ser hombre de principios, había hecho un tímido intento de cortarle el suministro a los jeques; pero no tardó en corregirse. A un cliente no se le exigen principios, sino solvencia.

Las ideologías casan mal con los negocios. El anterior Gobierno conservador, por ejemplo, no dudó en venderle patrulleras, armas y municiones al régimen chavista de Venezuela; por más que oficialmente lo detestase. El actual, más preocupado por los principios en la línea de Groucho Marx, argumenta que, si España no abasteciese de corbetas y bombas inteligentes a la teocracia saudita, otros países lo harían.

A estos pretextos se añade otro de tipo laboral, a saber: que, si hay que elegir entre el respeto a los derechos humanos y la carga de trabajo de los astilleros, no vamos a caer en actitudes quijotescas. Lo primero es el yantar, diría en este trance Sancho Panza frente a las previsibles objeciones éticas del caballero Don Alonso Quijano. Mejor darles faena a los trabajadores nacionales, aunque ello suponga hacérsela a las víctimas de los bombardeos de Arabia Saudí. Después de todo, siempre encontrarían un proveedor que les vendiese los mismos artefactos.

Curiosamente, este tipo de dilema entre los principios y los negocios ya lo trató el británico Graham Greene en su novela «El agente confidencial». El tal agente había sido enviado a Inglaterra por el Gobierno de la República con el propósito de frustrar la venta de carbón a los ejércitos sublevados de Franco. Para ello, el espía republicano no duda en acudir a un líder sindical de los mineros en la confianza de que los trabajadores apoyarían la lucha contra el fascismo. No hará falta decir que sus gestiones se saldan con el más absoluto de los fracasos.

Ochenta años después de aquel crudo relato de Greene con el paisaje de la guerra civil española al fondo, los negocios siguen imperando sobre las ideologías.

Antes de caer en la cuenta de que Arabia Saudí es un régimen de dudosa catadura, las principales potencias de la Europa democrática le ponían ya la alfombra a Gadafi, extravagante dictador de Libia. Con aquel tirano de opereta hacían excelentes transacciones de petróleo por armas los dirigentes electos de Italia, de Francia, de España y de otros muchos países. Ni siquiera las sospechas de que financiaba el terrorismo fueron obstáculo.

Lógicamente, Gadafi llegó a imaginarse a sí mismo como una reencarnación de Lawrence de Arabia, ignorando que los verdaderos caudillos del arabismo han sido tradicionalmente los británicos: y no solo en las películas. Un día, los europeos descubrieron, súbitamente consternados, que su socio era un dictador y optaron por derribarlo con las mismas armas que le vendían.

Extraña, si acaso, que el Gobierno de Sánchez haga tantos esfuerzos por explicar sus tratos con los mandamases de Arabia. Bastaría con decir que los negocios son los negocios y que en este país como en cualquier otro siempre hemos sido más de Sancho Panza que del idealista Don Quijote. Para eso no hace falta un doctorado.