La baraka, en términos coloquiales, era una especie de toque divino, de suerte especial y oportunísima de la que presumían algunos generales africanistas o el mismo José María Aznar: un aura que les protegía y que les permitía salir indemnes, desviando un fatal resultado en el último minuto. Esta convicción providencialista genera caracteres arriesgados, y quienes se sienten tocados por ella viven en la certeza de que, pase lo que pase, por gordo que sea el embrollo, terminarán saliendo triunfantes.

La concesión por la Federación Rusa y su imposición, de manos de Vladimir Putin, a nuestro alcalde de la Medalla Pushkin es la guinda de una de esas jugadas de alto riesgo a las que el regidor nos tiene acostumbrados, pues no olvidemos que la instalación en Málaga de la Colección del Museo Ruso de San Petersburgo-Málaga, inaugurado el 25 de marzo de 2015, materialización de los vínculos culturales entre Málaga y Rusia, viene a cubrir el fiasco que se produjo con el fallido complejo Art Natura, que incluía el Museo de las Gemas y el de Ciencias de la Naturaleza, proyecto que se quedó en nada tras una inversión de varias decenas de millones de euros, con muchas sombras y dudas, y cuya judicialización ha supuesto una patada hacia delante cuyos resultados pasarán inadvertidos para quienes los escuchen.

Y es curioso porque, en esta ciudad, que tan bien conoce el alcalde, cuanto más grande es el escándalo, antes se olvida. Quedan las hemerotecas, a las que los votantes no acuden por mucho que se le recuerden, sustituidas por una memoria amable de lo ocurrido, que pasa de puntillas por baches y socavones.

Bendice la medalla Pushkin y tapa este museo, de colecciones vibrantes en un edificio frío, marco heredado como chaquetón de hermano mayor, una nueva mala gestión del alcalde. De nuevo, la suerte. La baraka.