Cuando Roald Amundsen conquistó el Polo Sur, inició una carrera frenética para anunciar al mundo su proeza. Sabía que hasta que la noticia no alcanzara la orilla de Occidente, su gesta no sería confirmada. A bordo del Fram, atravesó millas náuticas junto a su equipo para llegar a la ciudad de Hobart en la Isla de Tasmania. Desde allí telegrafió a su hermano Leon para anunciarle que había sido el primer hombre en pisar el Polo Sur. Más de cien años después de aquel 7 de marzo, apenas importan los factores que intervinieron en aquella comunicación. Del telegrama cifrado de Hobart, lo que ha perdurado es el mensaje.

El mensaje es la espina dorsal de la comunicación. No hay que olvidar al emisor, al receptor, al canal y al código (¿se acuerdan de la EGB?). Todos esos factores no son más que medios para convertir al contenido en el eje de la comunicación. El mensaje es la razón que asiste a profesores, profesionales, periodistas, escritores, artistas y también a exploradores. Es como un río de conocimiento que abre cuencas hacia su desembocadura. Sin mensaje, la comunicación se hace tan estéril como un cauce seco.

Sin embargo, para los receptores y emisores actuales, el mensaje ha perdido importancia. Al menos eso creen. Ya veremos qué escriben los articulistas de opinión dentro de cien años. Lo más importante en la comunicación del siglo XXI no son todos aquellos factores que memorizamos. Ahora todo se reduce al canal (Facebook, Twitter, Instagram,€) y al número de seguidores. Lo que se cuenta, cuenta menos, y no suele tenerse en cuenta.

Ser influencer se ha convertido en un codiciado objetivo. El único requisito exigido consiste en poseer una multitud de seguidores. De poco importan las ideas, las propuestas, las verdades o las mentiras, las faltas de ortografía o los errores gramaticales. Si tienes seguidores la razón te asiste. Como una nueva carrera del oro, los buscadores de seguidores se han lanzado en caravana para buscar pepitas ante la falta de criterio y cultura. Armados con bromas vejatorias, mentiras tendenciosas (fakes para los amigos del anglicismo), vídeos escandalosos y escenas morbosas, inundan las redes con mensajes vacíos cuya única pretensión es obtener un ´me gusta´. El mensaje ha perdido importancia y con él, el significado de la comunicación.

Una menor en la azotea de un edificio de Puerto Banús, tras contemplar el suicidio de un amigo que acaba de saltar al vacío, le pide al policía que ha salvado su vida que le saque una foto para publicarla en las redes. Estoy seguro de que su cuenta de seguidores, si pudiésemos colocarlos como marmolillos, tumbados uno encima de otro, superaría con creces las plantas del funesto edificio. ¡A qué bajo precio ha caído el suicidio!

Quizás nuestra sociedad esté saltando a un vacío oscurantista como el medievo, donde los ejércitos se alimentaban de analfabetos y la ausencia de cultura sostenía castillos y monasterios. Hoy son otros los señores feudales y los abades que gobiernan sobre los campos donde se siembra ignorancia y banalidad. Hará falta un nuevo Renacimiento para liberar el conocimiento de las mazmorras de la estupidez.

Para subirse a este iceberg, usted no necesita hacerse seguidor de nadie. Mucho menos del individuo que aparece en el encabezamiento. Para contemplar las vistas desde la punta de este bloque de hielo mi única propuesta es su lectura. Luego, esté de acuerdo o en desacuerdo, tome el texto y utilícelo como considere. Yo ya estaré recompensado por abrir un debate que alimente la buena discusión y haga derretir el terreno en este diminuto continente helado de La Opinión.