España lleva ya casi tres años con gobiernos minoritarios (o en funciones) y arrastrando graves problemas como Cataluña y las exigencias -sociales y económicas- para afianzar la salida de la crisis. No es extraño pues que haya desconcierto. Quizás por eso el Índice de Confianza Política, que elabora el CIS y que estaba muy bajo (30 sobre 100), subió hasta el 37,7 tras la moción de censura y el nuevo gobierno de Pedro Sánchez pero ya vuelve a retroceder (32 en octubre) aunque -pese a la gran crispación de las últimas semanas- sigue algo por encima de los finales del Gobierno Rajoy.

Pero al desconcierto político se le está sumando la sospecha de exceso de ideología en algunas actuaciones del Tribunal Supremo que debe ser -junto al Constitucional- el máximo garante de la seguridad jurídica. La instrucción del juez Pablo Llarena y la acusación por la Fiscalía del delito de rebelión contra nueve políticos catalanes ya ha generado gran polémica. Mientras en Cataluña la opinión pública juzga la calificación de rebelión -y la prisión incondicional sin fianza antes de juicio- poco justificada, el PP y Cs cierran filas con las peticiones de la Fiscalía. Unos ven en la Sala de lo Penal del Supremo un peso excesivo de posiciones conservadoras, propiciado por Carlos Lesmes, el presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Supremo nombrado por Rajoy. Otros denuncian que el Gobierno socialista presiona a la Fiscalía cuando duda de la rebelión.

Y la desconfianza catalana respecto al Supremo se ha convertido en gran zozobra nacional con un caso fiscal, pero de fuerte impacto social y mediático: quién debe pagar el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados en un crédito hipotecario, el cliente o el banco. La práctica y la jurisprudencia de 25 años hacía que el impuesto (que cobran las Comunidades Autónomas) fuera sufragado por el cliente, el demandante del crédito.

Pero en los años de crisis se ha generado una gran desconfianza en la banca (no es popular en ningún país) que ha sido acusada -a veces con razón- de cláusulas abusivas. En este clima una sección de la Sala de lo Contencioso del Supremo decidió un cambio radical en la interpretación de un artículo del reglamento hipotecario sin que Luis Díez-Picazo, el presidente de la Sala, interviniera y convocara el pleno de 31 magistrados como hubiera sido lo razonable en un asunto de tanta trascendencia. La Sección Segunda sentenció que el impuesto lo debía pagar no el cliente sino el banco. Punto. Y dejaba abierta la posible retroactividad de cuatro años, directamente contra las haciendas autonómicas, que quizás podrían reclamar a la banca, y de quince años contra la banca si se asimilaba el pago del impuesto por el cliente a una cláusula abusiva.

La sentencia fue jaleada como una gran victoria del pueblo llano contra los poderosos y quizás era esa la intención de la sección que la dictó y que dejó en el aire -como si no fuera relevante- la grave cuestión de la retroactividad, que podía tener serias consecuencias sobre las cuentas autonómicas y sobre la banca. Lo inexplicable es que Díez-Picazo no decidiera que el caso merecía una reflexión previa del pleno de la Sala y sí lo convocara después por miedo a las consecuencias, pero dejara el asunto abierto en canal entre el 18 de octubre y el 5 de noviembre.

Y el escándalo llegó cuando el pleno decidió volver a cambiar el criterio: pagaría el cliente y no el banco. Dentro y fuera del Supremo ya se estaba librando una gran batalla entre quienes creen que la justicia debe ser un instrumento de corrección social y quienes priman la continuidad y la seguridad jurídica. ¿Progresistas contra conservadores? ¿Populistas contra profesionales? De todo un poco.

La cuestión no era ya quién tenía razón, si la izquierda populista o la juricidad aséptica y conservadora. En la calle el sentimiento y el clamor (fácil) era que el Supremo se había puesto al servicio de la banca. Pablo Iglesias convocaba manifestaciones contra el Supremo. El otro Pablo, Casado, decía que se tenía que suprimir el impuesto (o sea que pagara el Estado). Rivera, que era un escándalo y que la banca debía pagar el impuesto. Otra vez España incendiada y dividida y con los partidos intentando pescar en río revuelto.

La realidad era que a lo del impuesto se le sobreponía la irritación social postcrisis y en este clima nadie quería aparecer como aliado de la banca, que pecados tiene pero que es imprescindible en todos los países y que es un negocio "maduro", menos rentable por la creciente desintermediación.

El beneficiario de la hipoteca es el banco, que así se asegura el cobro para la sección segunda de la Sala de lo Contencioso. El beneficiario es el cliente que obtiene así un crédito a menor coste que al consumo y a más largo plazo. Las dos tesis tienen su parte de verdad. Lo increíble es que toda la pelea se deba a la interpretación de un artículo de un reglamento y que el Supremo no lo sepa resolver por una lucha entre justicialistas y conservadores, mezclada a algunas guerras personales intestinas.

Y es evidente que Carlos Lesmes -que impuso a Díez-Picazo en la presidencia de lo Contencioso por desconfianza en José Manuel Sieira, el antiguo presidente- ha salido trasquilado. Su mandato está acabando y es de esperar que el nuevo presidente del CGPJ y del Supremo -que esta vez será fruto de un difícil pacto entre el Gobierno y el PP, que tiene más diputados- sepa actuar con más tino y menos "amiguismo ideológico". Pero el daño al Supremo y a la seguridad jurídica está hecho y España incendiada.

En última instancia, al Gobierno siempre le toca hacer de bombero. En este caso, intentar apagar el incendio que el Supremo ha provocado por divisiones ideológicas entre los magistrados y por fallos relevantes en la gestión de Lesmes y Díez-Picazo. Y el agua echada el jueves por Pedro Sánchez es razonable. Un decreto-ley de efectos inmediatos pero que deberá ser convalidado por las Cortes para cambiar un artículo de una ley fiscal. El impuesto lo tendrá que pagar la banca, como no podía ser de otra manera tras el escándalo. Obviamente la banca intentará repercutirlo y no perder su margen pues de eso vive y debe retribuir a sus accionistas que son los ahorradores (de todo el mundo) y que sería fatal que perdieran la confianza. Pero repercutir elevando los intereses tiene el límite de la fuerte competencia, no sólo de otros bancos españoles sino también internacionales. Finalmente, un organismo independiente para defender al consumidor.

Es una solución salomónica, quizás no la mejor pero sí razonable. Y es muy similar a la que la magistrada Pilar Teso propuso a la Sala de lo Contencioso y que no fue aprobada: que el impuesto lo paga la banca (y ella se las componga), pero que no tenga efectos retroactivos contra Hacienda (que somos todos) ni contra la banca que ha hecho lo hasta hora legalmente establecido y que no tiene tan fácil sobrevivir.

Lo seguro es que esta semana se ha incrementado el desconcierto nacional, que el Supremo queda muy tocado (con el juicio a los políticos catalanes en las puertas), y que la seguridad jurídica de España no ha salido reforzada sino todo lo contrario.