La pasada semana se cumplieron 30 años del primer hallazgo del cadáver de una persona que pretendía realizar su sueño migratorio lanzándose al paso del Estrecho en una precaria patera. Fue en la playa de Los Lances, en Tarifa, la mañana del 1 de noviembre de 1988.

Lejos de conmemorarlo como un acontecimiento que entonces sacudiera nuestras conciencias, las de la sociedad, y nos pusiera en marcha para que la Solidaridad evitase que esos dramas se repitieran, la realidad actual pone en evidencia que nuestras ´solidaridades´ se quedaron muy cortas.

La verdadera Solidaridad es compasión y acogida pero, sobre todo, exigencia de justicia y de ahondar en las raíces de las injusticias.

Según la estimación de Andalucía Acoge, al menos 6.714 personas han fallecido en estas tres décadas en el Estrecho intentando llegar a España. Un total de 235.568 lo lograron hasta 2017. Ya sólo en este año lo han hecho 43.467. Y, claro, con la secuela de que entre los muertos aparecidos y desaparecidos suman 518.

Esta misma semana las informaciones nos sobrecogen anunciado las muertes de más personas migrantes que tozudamente continúan tiñendo de negro nuestras costas andaluzas.

Todo parece indicar, con evidencia, que todo ello no es sino consecuencia de la brecha creciente entre la riqueza de unos pocos -países y personas- y la pobreza inducida por ellos en una gran mayoría de pueblos, hombres, mujeres y niños.

Pareciera, además, que esas muertes no son tan lamentables como las nuestras. A lo más, parecieran inevitables. Es más, todo sugiere que en realidad en nuestras sociedades, más o menos opulentas -aunque dentro de ellas funciona esa misma división o brecha-, se ha instalado lo que la filósofa

Adela Cortina denomina ´aporofobia´. Se trata de un sentimiento, no sólo de desprecio, sino de aversión y rechazo al pobre. Esos pobres a los que esta sociedad contribuye a negar la vida en sus pueblos, pero ante los que se defiende cuando vienen pretendiendo vivir entre nosotros. Pero es que se ha dado un paso más. También las personas migrantes, en cuanto que pobres, participan de la criminalización que sufren los pobres en general en nuestra sociedad. Y esto lo estamos constatando de una manera grosera y burda estos días con la actuación del presidente de EEUU, Donald Trump, ante las columnas de migrantes que, partiendo de Honduras, pretenden buscar una vida mejor. Lo vemos cuando les acusa abiertamente de criminales, sembrando el temor, sacando a flor de piel y explotando lo peor que tenemos todos del miedo al diferente.

Pero, al fin y al cabo, también nuestras políticas migratorias europeas se plasman en unas Leyes de Extranjería que parecen considerar a las personas migrantes siempre como algo que debemos evitar y ante lo que hay que defenderse.

Sin embargo, como concluye el interesante informe ´Recorrido migratorio 1988-2018: 30 años de muertes en El Estrecho´, presentado por Andalucía Acoge y porCausa esta semana, hemos de convencernos de que «una política migratoria centrada en el control no va a disuadir a nadie que haya decidido emigrar para conseguir una vida mejor en otro país. Ninguna ruta queda cerrada definitivamente. Aunque no conozcamos sus nombres, ni la edad de todas estas personas muertas, una sola de ellas ya merece todos nuestros esfuerzos, nuestro compromiso y nuestra intención firme para lograr que las políticas migratorias tengan como eje central el respeto a la vida y a la dignidad, que sean inclusivas y respetuosas con la diversidad y que busquen sobre todo el acabar con el sufrimiento humano».