La semana pasada olvidé la clave de desbloqueo del ordenador del trabajo. Ya alguien me refirió en su día que las primeras goteras que sobrevienen cuando te vas acercando a los cuarenta toman la forma de repentinas lagunas mentales que comparecen sin ser citadas para comenzar a aguarte los albores de la fiesta de la vida. La cosa es que mi mujer, por ejemplo, siempre ha dicho que mi memoria es extremadamente selectiva, esto es: que recuerdo, únicamente, aquellos datos que son de mi claro interés. Es, en definitiva, lo que mi madre y mi compañera Reme, que me hablan mucho más recio, vienen a llamar memoria genital, término que acuña a aquella retentiva que acota para su recuerdo solamente aquello que le sale a uno de las nobles esferas escrotales: aquellas que, allá en los bajos fondos, pendulean donde no brilla el sol. No sé si me explico. De cualquiera de las maneras, y sin perder el tiempo en nomenclaturas, la cuestión es que aquel desvarío cerebral, teniendo por objeto un dato importante, comprometido y, sin duda, de mi interés, me preocupó bastante. No tuve más remedio que activar mis sistemas y protocolos de alerta para enfrentarme a los primeros síntomas del inevitable desgaste neuronal que trae consigo mantenerse de pie en la vida. Total, que como la pantalla de mi ordenador seguía bloqueada, me senté frente al equipo de un compañero a los fines de localizar el dato de la manera más rápida posible. Recordé, eso sí, que aquella clave era idéntica a la que uso en una de mis cuentas de Hotmail. Así que inicié el proceso de verificar contraseña y el sistema me preguntó, por seguridad y para identificarme, cuál era mi película favorita. Fue al décimo intento infructuoso, recordando entre desechos propios del alivio intestinal a los ancestros de todo mi elenco cinematográfico predilecto, cuando caí en la cuenta de que la pregunta habría de acotarla con mi cabeza de hace veinte años, cuando abrí y registré dicha cuenta de correo. Haciendo memoria del que fui y ya no soy, tras varios cambios entre mayúsculas y minúsculas, di por fin con la película de marras, restableciendo finalmente la contraseña de aquella cuenta pero sin lograr hacerme con la antigua, que era la que, en definitiva, precisaba para comenzar a trabajar desde mi equipo. Con un ligero temblorcillo nervioso en los párpados, indiscutible síntoma de tensión alta al que quise quitar importancia sin conseguirlo, me volví a sentar y a recapitular. No había de qué preocuparse, en principio. Quise recordar que algunas de mis contraseñas se repetían. La solución, simplemente, debía pasar por rescatar el listín de todas las combinaciones criptográficas que uno maneja e ir provocando intentos a fin de ver si, con alguno de ellos, sonaba la flauta. Papel y boli en mano, apunté las contraseñas de unos cuantos servicios, los que uno maneja con más o menos frecuencia en la vida ordinaria: tarjeta de débito, tarjeta de crédito, dirección de Gmail, correo corporativo, correo de la Junta de Andalucía, teléfono móvil, Facebook, Twitter, Amazon, Ebay, Instagram, Netflix y HBO, así a bote pronto. Y fue en esos trances cuando, perdida ya toda esperanza, prueba que te prueba, una de aquellas claves desbloqueó el equipo al son de la consabida musiquilla electrónica de inicio. Cogido ya el toro por los cuernos, decidí cliquear la opción de cambiar la contraseña y registrar otra más intuitiva y fácil de recordar. Y allá que fui. «Establezca su nueva contraseña», me dijo la pantalla. Cliqueo mi segundo nombre. «La contraseña debe de tener, al menos, diez caracteres». Cliqueo, junto a mi segundo nombre, el segundo apellido de mi suegro. «La contraseña no puede contener espacios». Cliqueo, seguidos, el nombre y el apellido. «La contraseña debe contener un número en forma de guarismo». Cliqueo mi edad actual junto a mi segundo nombre y el segundo apellido de mi suegro. «La contraseña debe contener al menos alguna mayúscula». Me remuevo en la silla. Pongo en mayúscula la letra inicial del nombre y del apellido. «La contraseña debe de contener un símbolo». Resoplo. Menciono a algunos difuntos. Propios y ajenos. Dios me perdone. Añado algunos de ellos a la contraseña y, finalmente, lo acoto todo entre signos de admiración. «Lo siento, esa contraseña ya existe».