No hay nada más instructivo que ordenar los estantes de una librería. El otro día, intentando poner un poco de orden, me encontré con viejos ejemplares de cómics de los primeros 80, sobre todo de El Víbora, pero también fanzines más o menos underground, de aquellos que se vendían casi de tapadillo en algunas tiendas de discos o en algunos bares, no muchos. Los estuve hojeando un rato y tuve que mirar varias veces la fecha de publicación: 1981, 1982, 1984. Increíble. Por todas partes, mirases donde mirases, había jeringuillas, transexuales, sexo, sexo y más sexo -y dedicado además a toda clase de filias y parafilias-, palabras obscenas, terroristas, bombas, metralletas, cuchillos, crímenes, profanaciones, insultos generalizados, en fin, de todo. El gato Fritz de Robert Crumb y los Freak Brothers de Shelton, la Anarcoma de Nazario, el Makoki de Gallardo & Mediavilla, el Peter Pank del gran Max o las revisiones altamente sexualizadas -casi porno- que hacía Pilar con los antiguos personajes de los tebeos: por cualquiera de estas historietas, si se publicaran hoy en día en una revista digital o en un periódico, habría manifestaciones, críticas despiadadas en los periódicos, debates en las tertulias, interpelaciones parlamentarias, y quizá hasta actuaciones judiciales, boicots y amenazas en la calle.

Pero lo curioso del caso es que hace cuarenta años -¡40 años!- una revista como El Víbora se vendía con toda normalidad en cualquier quiosco y llegaba a vender 40.000 o 50.000 ejemplares, o incluso cien mil en algunos casos. Con sus bombas y sus jeringuillas y sus sexos enhiestos y sus cuchilladas y sus crímenes y sus delirios sexuales. Hoy en día, por muchas de esas historietas se pedirían castigos y censuras contra sus autores, y se acusaría al director de la revista y hasta a sus lectores, y las críticas lloverían por todas partes: de la extrema derecha más tontorrona y reaccionaria, sí, pero también de los sectores feministas radicalizados y de la izquierda bobalicona que se ha identificado con todas las víctimas y que cree ver un atropello y un insulto en cualquier cosa. Pero en aquella época, hace cuarenta años, todas esas historietas y esos dibujos -sucios, grotescos, sacrílegos, descarados- se veían con normalidad. Puede ser que resultasen molestos o hirientes -y lo eran, vaya que sí, porque ese era justamente su propósito-, pero nadie se escandalizaba ni ponía el grito en el cielo ni corría a buscar a un guardia. Es más, hacer eso se habría interpretado como una reacción histérica y vergonzosa que hubiera desacreditado de inmediato a quien pidiera censuras y castigos para esas historietas. Escandalizarse, en aquella época -que ahora ya nos resulta tan lejana como el imperio de Nabucodonosor-, se consideraba una actitud propia de gente necia e irritable. Y hacerse el ofendido, o indignarse con suma facilidad -como hacemos ahora-, se tomaba como un signo de idiotez.

Ahora, en cambio, parece que cualquiera que se escandalice o se ofenda está demostrando una apabullante superioridad moral sobre el resto de la humanidad. Ofenderse te hace sentir bondadoso, justo, razonable. Si gritas, si te escandalizas, si corres a denunciar algo por inadecuado o vergonzoso, estás dando a entender que eres una buena persona, uno de esos treinta y seis justos que según la vieja tradición judía sostienen el peso de la humanidad. Hace cuarenta años era justo lo contrario, pero hoy en día han cambiado las tornas. Y mucha gente parece incapaz de entender las bromas, el humor, la ironía, el contexto de lo que se dice o la simple fantasía con que se expresa alguien. Incluso la imaginación está mal vista, porque la imaginación cambia las cosas de sitio, exagera, fantasea con la realidad o nos hace creer que las cosas podrían ser de otra manera a como en realidad son. Y como nos hemos vuelto fundamentalistas, lo leemos y lo interpretamos todo al pie de la letra, porque no entendemos los dobles sentidos del lenguaje, ni esas dislocaciones del sentido que alteran sutilmente las cosas cuando nos introducimos en el mundo de la ficción.

Mi padre vio a veces ejemplares del Víbora, y aunque a él no le gustaban -era un mundo que para él no tenía ningún sentido-, nunca se le pasó por la cabeza indignarse por el hecho de que su hijo los leyera. En su mundo, que todavía seguía siendo el nuestro -aunque de eso sólo nos demos cuenta ahora-, así eran las cosas de los adultos. Pero ese mundo, que era el de Anarcoma y Makoki y los Freak Brothers, ya no existe. Ahora el mundo es de los ofendidos, de los escandalizables, de los que corren a buscar un guardia cuando ven algo que no les gusta.