Ayer me crucé por los pasillos de San Estanislao con unos chavales que me sacaban una cabeza. Acababa de entrar en el colegio y pasaba por delante de la cruz de la iglesia. Absorto, en mi mundo, escucho de fondo un sonoro: «Mira, Cristófol». Lo que es la vida. Empecé a recomponer caras, a poner nombres, a reconstruir recuerdos€ Aquella muchachada anda ya a poco de empezar a cumplir 18 años. Esos que me saludaron fueron alumnos míos cuándo, ¿anteayer? Eso parecía, a ellos y a mí, pero no. Hace seis cursos que estuvieron en las aulas conmigo. «Tenemos muy buen recuerdo de ti», o algo así me dijeron. Y yo gordo (más), claro.

En unos pocos minutos recordamos decenas de anécdotas. Yo, que llevo dos meses de vuelta en su cole, sentí como si no me hubiera ido jamás. Y echo de menos cada paso que he dado en esos seis años que he estado de periplo.

Hay algo con lo que cualquier profesor que tenga un trato cercano con los alumnos pretende, y es estar en su recuerdo por lo que aprenden y por lo que les aportas. También por esos ratos anecdóticos. Este año en el pregón de las fiestas de San Estanislao hay un sketch que recuerda cómo en aquellos años Fer no entregó unos deberes de esos que hoy se presentan por Google Classroom porque se los había comido su tortuga. Eso, no lo voy a negar, me pone tierno.

Después de seis años en los que ni siquiera he estado en el colegio aquellos alumnos a los que di clase me recuerdan. Igual de tierno que me pone pasar por Maristas, el cole en el que enseñé más de dos años, y recordar con compañeros y alumnos aquellos maravillosos cursos.