Hace ya cinco años que el escritor Mateo Cladera publicó por estas fechas en el periódico Última Hora de Mallorca, un artículo del que parafraseo el título y contenido.

Siguiendo el relato de mi buen amigo mallorquín, en estos días de finales de octubre y principios de noviembre es tradición de la cultura española visitar los cementerios. Viajar a los pueblos y ciudades de nuestra infancia y en recuerdo y homenaje a nuestros seres queridos que allí reposan, depositar en sus tumbas ramos de flores.

El cementerio del pueblo malagueño que hoy visito no es una excepción a esta regla, y miles de flores se apilan junto a las pequeñas repisas de los nichos, contrastando con el blanco inmaculado de sus paredes recién blanqueadas, y presentando un espectáculo de color digno del esmerado cuidado de sus vecinos. Hombres y mujeres recorren los pasillos visitando a sus deudos más cercanos. Se detienen un momento delante de cada una de las lápidas que recuerdan su nombre, meditan o rezan una pequeña oración.

El cementerio que hoy visito tiene además una especial singularidad: desde uno de sus recodos se ve el mar.

Un mar Mediterráneo hoy en calma, sosegado, apacible. Un mar que nos une a otras costas, a otros países. Si utilizáramos unos prismáticos seguro que podríamos ver la otra orilla. Una orilla donde habitan personas como nosotros, con sus sueños, sus preocupaciones y sus anhelos. Personas que posiblemente hoy también miren al mar.

En su pensamiento y en su intención está cruzar estos pocos kilómetros que los separan para llegar hasta nuestro puerto. Llevan recorridos miles de kilómetros desde su aldea natal. Han cruzado bosques tropicales, desiertos y montañas. Han padecido frio, sed y hambruna. Han sufrido violencia en sus carnes y en las de otros, y han visto morir a muchos de sus congéneres en el camino.

Su futuro para ellas sigue siendo incierto. En esta orilla no les espera ningún jardín de rosas como muchos pudieran imaginar. En esta orilla hay personas que les reciben con los brazos abiertos, otras a las que les gustaría poner vallas en la playa, y una gran mayoría que mira para otro lado.

La travesía de este Mare Nostrum sigue siendo peligrosa y prueba de ello es que desde que mi amigo Cladera publicó su artículo en el año 2013, casi 20.000 personas han muerto en el Mediterráneo. No sabemos nada de ellos. Ni sus nombres, ni conocemos sus rostros. Ni su país de origen, ni si tenían hijos o padres que les añoran y les esperan. Por no tener no tenemos ni estadísticas.

Los familiares de aquellos que reposan en el mar no solo se encuentran demasiado lejos para llegar en estos días hasta la orilla. La mayoría de ellos ni siquiera saben de la existencia del Mediterráneo y esperarán pacientemente la llegada de las noticias de sus hijos y amigos. Noticias que nunca alcanzarán a esa pequeña aldea perdida en la inmensidad del vasto continente africano. Hoy, como ayer, en estos días de recuerdo a los ausentes, no hay nadie que visite sus tumbas. Hoy, como ayer, por mucho que oteemos el horizonte, no veremos flores en el mar.