La diferencia con Churchill o Margaret Thatcher es que nadie leería una biografía de Angela Merkel, pero vamos a suponer a efectos de este artículo que dos folios sobre la cancillera eterna son más fáciles de sobrellevar. Llegada del frío de la Alemania Oriental, corrigió el materialismo dialéctico en maternalismo escéptico, una opción inevitable al heredar el trono de los paternalistas Adenauer, Schmidt o Kohl, a quien ejecutó sin contemplaciones. (Aviso para escandalizables, la condición maternal ha sido explotada lícitamente por la presidenta del Gobierno alemán, a quien agrada que su país al completo la conozca como Mutti o mami).

Obsesa de la igualdad pese a su filiación conservadora, nadie se ha fijado jamás en la ropa que llevaba Merkel. La libre concentración de la atención en el poder antes que en la apariencia enaltece su figura, por encima de la deshumanización obligatoria que hoy se impone al análisis de los gobernantes. (Aviso para escandalizables, el New York Times encargó a su responsable de moda una página entera sobre el estilo y el vestuario de las congresistas elegidas la semana pasada en Estados Unidos).

Merkel nunca se hubiera presentado a las elecciones del año pasado, de haber imaginado la caída de la CDU. Había accedido optar a un cuarto mandato a raíz de una petición personal de Obama, que apeló a su continuidad para no abandonar el planeta en manos de Trump. De hecho, había empezado a caminar hacia su jubilación. Era la única alemana que veraneaba en el Tirol en lugar de Mallorca, y ahora se ha recluido durante las vacaciones en la frontera con Polonia, un enclaustramiento monástico equivalente al retiro de su predecesor imperial Carlos I en Yuste.

A falta de una presidenta de Estados Unidos, la cancillera ha sido la mujer más poderosa de la historia. De ahí la crueldad de su partido al infligirle el mayor castigo que puede recibir un gobernante desde sus propias filas, no gozar de autonomía para gestionar su jubilación. A diferencia de la obediencia ciega que caracteriza a la derecha española, Merkel recibe continuas insinuaciones para que abandone el cargo, procedentes de sus correligionarios. Su verdugo Wolfgang Schäuble, replegado desde el Gobierno a la presidencia del Parlamento, se ha vengado de desplantes anteriores mediante un artículo en el Welt am Sonntag donde recuerda que «no hacer nada también tiene consecuencias». En efecto, es un mandoble que parece referido asimismo a Rajoy.

A la cancillera ya no le consuela ni que los socialdemócratas del SPD tampoco levanten cabeza con sus liderazgos anodinos, a partir de un Martin Schulz que era la versión sin afeitar de Juncker. Hasta la fecha, Merkel había sobrevivido desde sus tácticas de posibilismo pequeñoburgués. No cree en los matrimonios homosexuales, pero aprueba la legislación pertinente. Científica de nivel, defiende la energía nuclear para prohibirla tajante después del accidente de Fukushima. No soportaba el contacto físico que imponía el palpable Sarkozy. Se permitió el sentimentalismo de enfrentarse a Trump porque siente pavor hacia los muros, una fobia comprensible en quien ha pasado media vida a la sombra del paredón berlinés.

La imposición de una jubilación inmediata viene asociada al deseo de evitar que la habilidosa Merkel arbitre su sucesión. La CDU no desdeña, en su hostilidad a la jefa de Gobierno, una vertiente machista que recomienda a un varón al frente del partido. El rechazo de la líder democristiana a las posturas radicales, así como la generosidad migratoria que desató una «avalancha», otra vez Schäuble, invitan a sus críticos a proclamarla la primera cancillera socialdemócrata de Alemania. Se verificaría así un cruce mendeliano entre el comunismo de sus orígenes en la RDA con la herencia de la religiosidad de su padre, un pastor protestante.

Maternal también hacia Europa del Sur, la cancillera quería adiestrar a los díscolos mediterráneos para que devolvieran sus deudas. El malentendido continúa, y la mujer sin rostro vio cómo de repente le dibujaban el bigotillo de Hitler. Pese a la comparación inevitable para cualquier gobernante europeo, y más en Alemania, el rasgo definitivo de la impronta de Merkel se cifra en la renuncia a la grandeza.

Analistas como Jean Daniel defienden desde antiguo que la historia bélica de los alemanes en el siglo XX los incapacita para ejercer la hegemonía que han logrado. Un cuarto de siglo atrás, el profesor Lester Thurow decretó en un sesudo ensayo que germanos y japoneses empatarían con los estadounidenses en un futuro mediato que ha sido cancelado. Merkel prefirió el segundo violín, y Europa le debe que no sucumbiera a la tentación de Putin.