El 31 de julio de 1914, un soldado austriaco llamado Egon Kisch tuvo que incorporarse a filas después de que se hubiera dado la orden de movilización general en media Europa. Kisch fue a su casa y preparó un maletín con muy pocas cosas, como si se fuera a ir de excursión. Cogió un cepillo de dientes, un peine, un jabón, cuatro pañuelos, tres camisas y dos calzoncillos. Su madre, mujer previsora, le avisó de que se llevase un tercer calzoncillo y un camisón, pero el soldado Kisch se negó: «¿Te crees que me voy a la Guerra de los Treinta Años?», le preguntó. Y el soldado Kisch se fue a la guerra con su diminuto maletín para las excursiones, en el que no había querido meter el tercer calzoncillo ni el camisón porque pensaba que al cabo de un par de semanas volvería a estar en su casa, después de haber viajado gratis por los límites del imperio en los trenes militares y después de haber hecho una agradable excursión con cargo al contribuyente.

Ahora, cien años más tarde, al saber los resultados de las negociaciones del Brexit, que no han convencido a nadie -ni a los partidarios de salir de la UE ni a los partidarios de quedarse-, está claro que los británicos se plantearon el referéndum sobre el Brexit con el mismo fantasioso candor con que el soldado Kisch preparó su maletín para irse a la guerra. Y del mismo modo que el soldado Kisch imaginaba una guerra breve y limpia, tan fácil de ganar que le iba a bastar con su única muda de ropa, sin necesidad de un tercer calzoncillo -ni mucho menos del camisón-, los ingleses también pensaron que una cuestión tan compleja como la salida de la UE -con sus tratados comerciales, sus fronteras, sus leyes sobre el libre desplazamiento de ciudadanos- podía solventarse en un pispás, votando lo que decían cuatro chalados muy simpáticos que se paseaban envueltos en una bandera de la Union Jack con una jarra de cerveza en la mano. Gran Bretaña lleva 45 años en la Unión Europea. Muchas de sus leyes y muchas de sus normas de convivencia -laborales, académicas, jurídicas- están adaptadas a la legislación comunitaria, pero muchos británicos creían que todo aquello se podía cambiar de la noche a la mañana sin que ninguno de estos cambios afectase a la economía ni al empleo ni a su propio bienestar. Como si todo, claro está, fuera una agradable excursión por el campo, y no una nueva guerra de los Treinta Años que nadie sabe qué consecuencias va a tener en el futuro.

¿Habría sido posible la asombrosa mezcla de estupidez y arrogancia que hizo posible el Brexit -tanto entre los políticos que convocaron el referéndum como entre quienes votaron a favor de la salida- hace tan sólo diez años, cuando aún no existía Whatsapp y casi nadie usaba aún Twitter? No creo. Siempre han circulado las mentiras, por supuesto, y siempre ha habido propaganda y bulos y sutiles campañas de manipulación que han intentado engañar a la población, pero la capacidad de difusión de las mentiras y de los bulos a través de Twitter y Whatsapp están creando una realidad paralela que hasta ahora nunca habíamos visto. ¿Y habrían sido posibles las promesas disparatadas y la monstruosa capacidad de auto-engaño que calaron entre la población favorable al Brexit si antes no se hubiera producido la crisis de 2008, cuando la idea de Europa como un lugar próspero y seguro empezó a irse a pique? Por supuesto que no. Y es que la crisis del 2007 sacó a flote los viejos prejuicios contra las élites y los expertos y las lejanas burocracias que gobernaban de espaldas al pueblo. Y al mismo tiempo, reavivó el ansia de repliegue en el propio terruño para hacer frente a la amenaza de los extranjeros que amenazaban con quitarnos lo que era «nuestro». Todo eso acabó desembocando en el odio a la Unión Europea, y de ahí a la opción favorable al Brexit entre muchos ciudadanos no había nada más que un paso.

En los años de la crisis, los europeos nos hemos dejado arrastrar por la misma mezcla de candidez y de histeria que arrastraron a nuestros bisabuelos de 1914 a creer que la guerra sería una alegre excursión de montaña. Hemos empezado a dudar de todo lo que nos parecía excesivamente complejo y hemos optado por las engañosas fórmulas simples: el sí frente al no, el pueblo frente a la casta, los virtuosos frente a los corruptos y los buenos contra los malos. Y por la misma razón, hemos empezado a dudar de las instituciones -que eran, sí, ineficientes y en muchos casos corruptas, pero que siguen siendo la única salvaguarda contra un gobierno autoritario o contra el poder despiadado de los poderosos y de los mafiosos. Y de ahí, inevitablemente, hemos optado por creer en las fórmulas mágicas -y simplistas- de los referéndums que dan voz al pueblo y permiten la libre expresión de la voluntad popular, olvidando que hay cuestiones demasiado complejas que no se pueden decidir con un simple sí o no.

La portentosa ingenuidad que lleva a mucha gente a decir que «las urnas no delinquen» -sin saber quién pone las urnas, ni qué cosas se votan en ellas, ni en qué condiciones se realiza la votación- fue la que llevó a muchos británicos a creer que podrían mejorar de vida votando algo que en realidad no conocían bien ni sabían exactamente en qué consistía. Y así, los ingleses del Brexit cogieron su maletín y se marcharon muy contentos a encerrarse en su isla, sin saber que les esperaba una larga y agotadora Guerra de los Treinta Años.